© Fernando Garrido, 21, I, 2023
Si vas por Calatayud, la Dolores. Si por Kiev, Caracas o Pekín, mejor ni preguntar. Si vas por Madrid, lo será hacia el Cielo, Chicote o Chamartín donde quizás exclamarás un ¡Hala Madrid!
Pero si vas por Burgos, ¿en Burgos qué?
Si vives en Burgos lo has de saber. Pero si no, atento a esto: si cae la tarde no dejes de preguntar por Victoria, la vermutería, porque siempre a las diez dentro y fuera encontrarás una muchedumbre, copa en mano, entonando alegre a la vez que marcial:
Tierra sagrada donde yo nací, / suelo bendito donde moriré, / yo te prometo consagrarme a ti / y dedicarte mis cariños, / mis cariños más fervientes, / mis cariños y mi fe / ¡Salve, tierra dorada de mis amores! / ¡Salve, tierra sagrada de mis mayores! / ¡Salve, salve, salve!...
Al Victoria se llega por primera vez quizás por eso, con curiosidad por presenciar el ritual solemne y festivo.
Luego, es casi imposible no volver, después de comprobar que uno se encuentra posiblemente en el mejor lugar de la ciudad para entretener cualquier ansiedad o desidia del cuerpo o del alma. Doy fe de ello.
Pero también -y es importante- porque a uno lo llaman por su nombre desde el instante en que entra por la puerta.
De eso hace ya algún tiempo en que, como tantas tardes, leo el periódico en el rincón indiscreto y predilecto, frente a la barra, desde donde a veces se extravía la vista del papel para levantar acta lírica de cuanto veo alrededor, que no es poco. Instantes con imágenes cotidianas intrascendentes no para cualquiera.
No desde luego para el repositorio cronístico de este pequeño universo que en el Victoria representa un pedacito de castellana mundanidad.
El Victoria es por lo demás un lugar de natural encanto, al di là de las modas que se van, sino que posee esa claridad que distingue a lo que viene siendo una taberna de burgalés casticismo desde el año 1931 -ya casi un siglo-. Así pues, retiene como el tonel de vino añejo todo el sabor de añadas de historia y de antañas generaciones.
Lo cierto es que como en el Victoria, en ningún otro lugar en Burgos para sobrescribir la vida con la V de victoria y degustar el vermut en una copa de V donde se zambullen en rojo licor, verdes con V, las aceitunas.
La filosofía del vermut es su principal advocación, que inspira y cauteriza por dentro al feligrés, aunque no sea creyente pero sí practicante.
Es el vermut, a decir de algunos, el comedio entre el vino y un destilado, lo que podríamos considerar una espiritosa transfusión de ciencia hipocrática, pues fue este, el griego doctor Hipócrates, padre del vermut a la par que de médicos y juramentos.
Él mismo cató primero de su propia medicina después de poner a macerar, allá entre los siglos V y IV antes de nuestra era, flores de apsínthion (ajenjo) en un vino ático periclitado, al que sin duda resucitó del desahucio y la corrupción para regalárselo a la humanidad y a la industria vermutera, hoy desde luego más vigente que entonces.
Ahora en Burgos, recién desprecintado el almanaque de 2023, el sol suave que trae enero acaricia los contornos y carnaciones de la materia pétrea de Hontoria, de la cual estaban hechos los sueños medievales de Mauricio, el arzobispo, junto a ese Rey Santo, tercero de su nombre, hijo de Berenguela I de Castilla y Alfonso IX de León.
Aquel piadoso proyecto para sanación de las almas también se hizo realidad y hoy, ochocientos atardeceres después, aún brilla la Catedral pulcra y hermosa sobre la línea del horizonte de la vieja Caput, la regia y noble “Invernalia” de tronos y disputas castellanas.
Allí precisamente tiene su puerta principal el Victoria, frente a la Joya, en la singular plaza del Rey San Fernando, en el tramo en que el impresionante ágora escénico del gótico en llamas se convierte en breve calle para unirse al paseo del Espolón.
El capo y artífice de este actual Victoria es Fernando de la Varga, coleccionista de sombreros “canotier” y discos de vinilo. Lo suyo por lo visto son las formas redondas, como su éxito al reflotar este local, lanzándolo al estrellato con un ambiente reactualizado, propuestas atractivas e ideas brillantes al alza, como el marcador luminoso al que sube cada vermut que se pone en la casa –ayer brillaban 351.637 copas- que cuando al parecer se alcanza una cifra prefijada y redonda, el feliz peticionario resulta agraciado con un premio.
Lo cierto es que en España pocos locales pueden presumir, como el Victoria, de haber institucionalizado una cita diaria de orgullo colectivo -del bueno- que trasciende del ámbito del adocenado prêt-à-porter hostelero.
Acompaña a Fernando desde el principio de su cabalgada victoriosa -como a Tirant lo Blanc, Diafebus- Jorge, que es -sin desmerecer al resto- un gran profesional, extrovertido y con un admirable don de gentes. Se dice y recuerda de él que regentó un bar de mucho éxito en calle Avellanos, allá en los noventa, hasta que el caprichoso gusto de la juventud cambio de rumbo.
Jorge, de noble idealismo a flor de piel, es un caballero castellano tras una barra de madera y mármol, poniendo a cada comanda el valor añadido más importante que es el de la amistad.
Junto a Jorge brega un buen puñado de personal, baste escuchar a la clientela que, como ellos, les requieren la atención por su nombre:
-Eduardo, por favor, nos pones unos vermús picantes; -Marina, sírvenos un miguelito; -Roció ¿dónde está Roció, la toledana? Ah, que ya no trabaja aquí, pues vaya; Toño dame un café solo; -Ana, qué pincho recomiendas, ¿de qué? ¿de wagyu? ¿qué es eso?; Silvia, unas rabas, si son de Santander; -Elvira, me prestas unas servilletas, que a este se le cae la baba; - Luis, puedes retirarme estas copas de la mesa; -Mónica, tenéis por ahí el diario de hoy; -Cefe, ponnos una ronda más para la mesa de Sombrerería, y dime que se debe aquí de las gambas y las cervezas.
Haciendo ahora un poco de historia con final feliz, el Victoria había sido clausurado en 2012 por jubilación de su último propietario y, a la espera de relevo, el local despertó la codicia de un alcalde que quiso convertirlo en tenebroso pasadizo a mal fin de conectar innecesariamente la plaza de San Fernando con la calle Sombrerería, pues el Victoria –como creo que en parte se ha dicho- tiene entrada a ambas vías; bien lo saben algunos pícaros que, sin dar siquiera los buenos días, atrochan de longuis por aquí para ahorrarse cien pasos de saludable paseo hacia a la Plaza Mayor.
En definitiva, era aquel un costoso proyecto, casi inútil, a mayor gloria de urbanitas haraganes y perezosos.
Cuando su señoría, por ciertas negativas, fue contrariado en su pretensión llego incluso a amenazar con que “si no se conseguía un acuerdo con la propiedad, se procedería a la expropiación”.
¡Qué barbaridad! pero no, no estaba el ayuntamiento bajo dictado del puño en alto, tan amante de lo ajeno, sino de aquellos que dicen a la vez ser liberales, de centro, de derecha y reformistas de no saben qué, pero que ni una cosa ni la otra, sino émulos de progresía y resabios bolivarianos.
Al final, gracias a la crisis financiera, colorín colorado, la fechoría no llegó a perpetrarse y el local felizmente fue reabierto al cuidado de Fernando de la V y del linaje “Negroni” (un tercio de vermú, tercio de Campari y tercio de ginebra), siempre bajo la protección de Nike, diosa griega, a la que nosotros los romanos castellanizados invocamos como Victoria.
Desde entonces, aquí tiene Burgos foro de encuentro para un variado eclecticismo populoso que concita lo mismo al clásico que al heterodoxo.
También, un lugar donde acudir pidiendo audiencia terapéutica a un conocido o desconocido y, sobre todo, al barman de guardia o al de cabecera, para sanar puntualmente de la acedia o el aburrimiento de soledad.
Es el universo Victoria donde, por ejemplo, un día coincides con un venerable canalla, pongamos que lo llaman “Marley”, articulando su conversacional, precedida de un “maiss”, con la boca sedienta y la garganta tan rota que retruena tres calles más allá, u otros instantes en que quizás se puede compartir barra con el señor alcalde, ocasión dada para saludarlo y deshacerse de quejas.
Luego llegan puntuales, como cada día, la amable María José funcionaria consistorial, benemérito Anselmo que fuera guardia civil, Susana artista nouvelle con abrigo oso dálmata junto a Lidia “Velascoaching”, don Daniel tenor de boina y barra en escala senior, Elisa hidalga liberal de armas tomar y guisos compartir, o ese tipo que identifica el populismo con hipo de gin-tonic, o la mirla de alas rizadas al viento que pasa de largo.
Hay más, pero no da aquí para hacer el padrón exhaustivo, porque aparte de la especie habitual, entre la que un servidor se va haciendo hueco, la afluencia no cesa y a las horas clave el Victoria necesitaría ser aun dos o tres veces mayor para acoger a tantas gentes conocidas o anónimas que, al igual que intelectuales, artistas o políticos, de altura o medio pelo, acuden en busca de un agradable refrigerio y de paso notoriedad bajo el palio y relumbrón del renacimiento victoriano burgalés, escrito con V de vermut y sobre todo de victoria.
Nos vemos pronto por allí.