CARMEN, ARS AMANDI
© Fernando Garrido, 2023
Después de tantos años de melindres por fin he decidido probar una Carmen. Dicho y hecho. Además, sin esfuerzo ni gastar retoricas nupciales ni empalagosos donjuanismos.
Carmen se me puso a tiro y la he obtenido por apenas lo que cuesta telefonear a una novia sueca desde un locutorio.
Qué estupidez, y digo yo ¿quién ha de hablar con una sueca desde un teléfono público?
Sea como fuese, me hice con Carmen el otro ayer. Estaba esquinada en el baratillo, cuando brujuleaba a la caza de la presa entre chismes, harapos y bagatelas.
No obstante no quiero engañar a nadie, el escaso peculio desembolsado por esta prenda con derecho a posesión y compañía, se debe a que su virginidad quedó resuelta hace muchos años.
Esto se hace evidente en esa delantera y trasero suyos que traslucen el haber sido trajinada por otras manos, no se sabe ni cuántas ni de quién. Aunque en descargo suyo he de admitir que sus anteriores amantes la trataron con delicadeza y es muy posible que, ya madurita, haya guardado fidelidad e incluso castidad bastante tiempo.
No es mi Carmen una princesa, ni andaluza. Tampoco francesa como su primigenia tatarabuela que ahora rondaría más de ciento setenta años y que seguro descansará en algún noble columbario de bibliófilo en roble o en nogal.
Pero esta gacela mía, retoño familiar y pariente castellana de aquella, vio la primera luz en la barcelonesa calle del Rosellón número 24, allá en los sesenta, con un peso de unos trescientos gramos pizca más o menos. Desde entonces ha guardado su ágil constitución delgada como también la coloración, algo tostada, pero sin maculas.
Mi Carmen es por lo demás una de las enésimas mellizas y gemelas que el ciudadano parisiense don Próspero Merecido (Prosper Mérimée, en su lengua materna) tiene diseminadas por todo el mundo. Sujeto prolífico del cual sabemos también que fue culpable -en última instancia- de que el restaurante Lhardy siga sirviendo el mítico solomillo Wellington en el número 8 de la Carrera de San Jerónimo, en pleno centro de Madrid, porque un buen día don Próspero instó a su amigo Emilio Huguenin, notable el pastelero francés, a venir a España para abrir lo que a la postre ha resultado ser un establecimiento clásico más que centenario.
En suma, con tanto abolengo no puedo estar más satisfecho con esta Carmen que me he llevado de calle, cosida al bolsillo.
Pero no queda ahí lo bueno, a poco que la he interrogado antes de abrir de par en par sus intimidades más deshonestas, he sabido que fue gestada de manera subrogada por el matrimonio homoparental formado por Germán Plaza y el poeta José Janés Olivé, unidos ambos por una especie de adelfopoiesis editorial para fundar el conspicuo linaje de los Plaza&Janés que, desde 1958, no ha parado de multiplicarse y ramificarse como una hiedra por los anaqueles de librerías.
Al final lo de veras sabroso es que me he liado con Carmen y ha sido un verdadero placer hacerlo en la sobremesa tras el café, momento diario en que más satisface el acto o ars amandi que es el ars legendi.
Y lo nuestro, como casi todo lo bueno, por breve, se acabó en un par de tardes. Ahora he de salir a buscar otra cualquiera para enredarme mañana.