POR QUÉ NO TE SIENTAS
POR QUÉ NO TE SIENTAS
© Fernando Garrido, 25, XII, 2025
El Rey de España ha abandonado su trono. Felipe VI se ha despojado de un preciado elemento que define a un rey: la maiestas. Un antiguo atributo inalienable en lo efectivo y en lo simbólico, siendo ya sólo esto último, en nuestra era democrática, lo único efectivamente real para un monarca.
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Desde la Roma imperial, la maiestas, es junto a la auctoritas y la potestas, uno de los tres elementos esenciales y fundamentos que caracterizan la figura de un soberano, emperador o rey.
Hoy, la presencia e intervención de Nochebuena de nuestro actual rey, es uno de los escasos momentos solemnes donde un monarca del siglo XXI tiene la oportunidad y obligación de presentarse como tal, es decir, como símbolo vivo de nuestra historia, la de España: desde que este territorio ibérico peninsular aspira y se constituye como una entidad independiente única, bajo un común principio de autoridad a través de las sucesivas dinastías reales, iniciada con la Visigoda, luego la Asturleonesa, la Castellana, la Navarra, la Aragonesa, los Trastámaras, los Austrias y, finalmente, la dinastía Borbónica a la que él mismo pertenece, como el más reciente y último eslabón de una cadena milenaria.

Personalmente, ayer noche, experimenté una extraña sensación al ver a nuestro Rey dirigirse en pie a los ciudadanos, a la manera de cualquier presentador televisivo, adoptando un impropio lenguaje corporal estereotipado que, con mímica barroca, tiende a ocupar todo el espacio rectangular de la pantalla invadida por ademanes tendentes a la exageración.


Es el caso cada vez más habitual de los presentadores o comunicadores que imitan o parecieran remedar al baile ofensivo-defensivo de la lucha en las artes marciales, alejados de la compostura legítimamente exigible al portador o divulgador de cierta verdad. Los bailes de san vito y sambas son ese puro teatro televisado para consumo de la “sociedad del espectáculo”, que tan certeramente definiera Guy Debord, como un mundo realmente invertido, donde lo verdadero es un momento de lo falso.

Pero, aun así, un rey debe de representarse a sí mismo y presentarse al espectáculo con toda majestad, y aunque ya no haya trono, ni corona, ni cetro, al menos ha de aparecer en su sedente corporeidad como demostración simbólica e histórica -no histriónica- de su maiestas.
Porque las palabras pronunciadas en pie, tendrán para el imaginario colectivo del pueblo el mismo valor y consideración que las del vendedor de gamusinos, el alcaide, el donaire, el predicador o el sacerdote homiliando en un púlpito, aunque este ejerce en nombre de Dios, el Padre Rey del Universo, el que siempre, eternamente, está sentado en su icónico trono celestial. Sin embargo, un rey mortal no hace homilías espirituales, sino política, que ha de articularse verbalmente ante la sociedad con entronada majestad desde la temporalidad del poder que le fue conferido un día por la gracia de Dios. De ahí precisamente su atributo de “graciosa majestad”.

Pero, bien poca es la gracia que tiene un rey que se apea del trono camino de emular a esos presentadores confusionistas, no de Confucio, sino del kung fu, intercambiables por cualquier otro contorsionista delirante en las cadenas del monopolio espectacularmente especular, donde (cito de nuevo a Debord) el pensamiento moderno y posmoderno expresan lo que la sociedad puede hacer; pero en tal expresión lo permitido es lo absolutamente contrario a lo posible. Así, el espectáculo mantiene la inconsciencia acerca de la transformación práctica de nuestras condiciones de existencia occidental. Ya veremos en breve que nuevas nos proponen los Reyes de Oriente.
Feliz jornada de Navidad









