EL CALCETÍN ROJOJO

F. Garrido • 21 de diciembre de 2025

EL CALCETÍN ROJOJO


Cuento y descuento de Adviento


© Fernando Garrido, diciembre 2025

 

I

Laura creía, porque era verdad, que sin aquel calcetín rojojo del pie derecho, no podría a recibir su regalo por Navidad. El del pie izquierdo no servía, tenía que ser obligatoriamente el calcetín que llevaba estampado un hombrecito de jengibre en el pie de la mano derecha, y eso era del todo cierto, porque ella ya lo había comprobado al menos los dos años precedentes, que eran los únicos que Laura recordaba, ya que de los otros tres, que hacían cinco desde que ella nació, decía no acordarse de nada, de casi nada o sólo un poco.


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Entonces era una bebita tierna, meona, protestona y llorona, según la había explicado su mamá, que todo lo sabía. Todo menos dónde estaba su calcetín rojojo de la mano derecha. Para ese enigma ahora no poseía respuesta alguna. O, mejor dicho, su mamá alucinaba porque, según recordaba, puso el par de calcetines rojojos en la lavadora para que tuviesen olor a limpio. Así, el de veras importante, el derecho, estuviese también perfecto, algodonoso y con aromas de suavizante floral para ponerlo a la espera bajo el árbol. Pero, misteriosamente había desaparecido, ni rastro de él. Miró y escudriñó palmo a palmo cada centímetro cuadrado del esférico tambor de la máquina. Nada. Pareciese como si los agujeros negros en la chapa inoxidable del aparato lo hubiesen devorado. Desorientada, la mamá, había buscado en el cesto de la ropa sucia por si hubiese sido olvidado allí, y también miró en cada uno de los cajones y el armario del cuarto de la nena. Nada de nada, el calcetín rojojo de la mano derecha se había esfumado como por arte de los magos. Tal vez su venganza.


Laura estaba muy enfadada con su mamá, pues, aunque la consolaba diciéndola que aún tenía otro calcetín rojojo, eso no era verdad, aquel no valía. Si ponía el equivocado, seguramente no encontraría nada al despertar, se quedaría sin su regalo de Navidad. Laura lloraba y lloraba mientras llamaba mala y perdilona a su mamá, pero con tanto llanto sólo salía de su boca la silaba ma, ma, ma, ma, una y otra vez. Tanto, que Laura se asustó creyendo, y era casi verdad, que con el disgusto se quedaría tar, tar, ta, ta, mu, mu, da para toda la vi, vi, vi, vi, da.

Al llegar a casa su papá, aún seguía entre sollozos tartajeando en bucle sin parar, ma, ma, ma...

Laura, no lloraba ahora tanto por su calcetín rojojo, que también, sino por su recién sobrevenida tartamudez que según parecía la abocaría a un futuro muy gangoso... Qué extraño aquel repentino trastorno lingual. Hasta su hermanito, dos años más joven que ella, que apenas sabía hablar, salió del cuarto de los juegos alertado por aquel hipo tan divertido. A él le hacía tanta gracia la desgracia que no paraba de reír, lo cual enervaba y enfureció más a su malhadada hermana. En esto que corretearon en un alborotado ir y venir que te pillo por toda la casa. Laura perseguía al enano por carcajearse, mientras le gritaba sin remedio con su silábica repetición. Quería castigarlo, ahogarlo, retorcerlo, reducirlo a la nada por hacer burla de su tremendo infortunio. Porque en realidad aquella era la primera ocasión en que Laura sentía en algo rota su conciencia, quebrada en el alma por una patológica fatalidad del destino.


La preocupación no era para menos. Sus papás pensaron que pronto se la pasaría, allá cuando el berrinche remitiese. Pero al llegar la hora de la cena, Laura seguía en sus silábicas trece, a pesar de que su mamá había cocinado lentejas, que era su plato favorito. Apenas pudo probarlas, pues, como neófita tartamuda no sabía aún cómo llevarse la cuchara a la boca, masticar ni tragar entre hipos, espasmos y golpes de voz. Su vida, se decía, estaba desecha, se había convertido de la mañana a la tarde en tar, ta, mu, da, para toda la vi, vi, vi, vi, da. Ella, precisamente ella, que secretamente había decidido ser actriz y princesa de maravillosos cuentos, ya nunca podría serlo si hablaba así, tan mal o peor que el enano de su hermano.

A la mañana siguiente sólo faltaban tres hojas por abrir en el dulce calendario de adviento. Los papás de Laura esperaban con preocupación a que ella despertara, con esperanza y casi seguridad de que la disfémia de su hijita habría desaparecido tras el descanso nocturno. Al igual que el escurridizo calcetín rojojo del pie a mano derecha, tendría que aparecer al fin en algún lugar antes de que llegase Nochebuena.

Un soniquete de fondo inundaba de incertidumbre, esperanza y alegría toda la ciudad, el tradicional sorteo del gordo navideño acababa de iniciarse. Se oía por doquier el tintinear de mil números y cifras, recitados con infantil melodía coral, que simulaban tablas matemáticas de sumar y multiplicar los deseos de cada bolsillo y hogar.

Entonces, Laura despertó, y al no notarse aquella disforia de la tarde anterior se dijo, –ya me curé, no me quedaré tarada para toda la vida. Se lo decía a sí misma con total normalidad, no repetía silabas, ya podía hablar. Mientras caminaba por el pasillo, embargada por el olor a cacao con leche y esas galletas de nata que la esperaban, recordaba con fluidez y sin atascarse que un pajarito mentiroso le había piado mientras dormía que el calcetín rojojo se había escapado de casa, pues no le gustaba que lo bañaran, porque se ahogaba y se mareaba dando vueltas sin parar en el tambor metálico de la lavadora. Toma, ni a ella tampoco le gustaba que la bañaran en la pila del fregadero que, aunque no era igual, sí se le parecía un poco, aunque como ahora era muy mayor ya no cabía en ella. Quiso contárselo todo a sus papás, pero en el intento volvió a tartamudear. Descubrió entonces que el problema no iba con ella, sino cuando hablaba a los demás.


Las silabas con freno, los llantos y lágrimas vinieron a despertar al enano mocoso que enseguida, hambriento, acudía a desayunar con la cara como sucia y casi dormido. Aun así, sonámbulo, el tragaldabas se agarró un buen puñado de galletas y Laura, crispada, fue a reñirle, pero, qué horror, volvía a repetir una y otra vez la i de idiota sin poder avanzar ni retroceder una letra más. El enano comenzó a reírse otra vez y se montó la mundial. Rápidamente acudían el papá y la mamá a poner paz. Laura lloraba a mantas, su hermano reía a borbotones, las galletas esparcidas por el suelo y las tazas estaban vertidas. Les enviaron cada cual a su cuarto sin salir hasta que, como buenos hermanos, se pidiesen perdón.

Laura, sentada y gimiendo desconsolada sobre la cama no se lo podía creer ni explicar, por qué, se preguntaba, sólo tartamudeaba cuando quería decir algo hacia afuera. Vaya fastidio, qué crueldad, cómo iba ella a así actuar en todos aquellos estelares papeles de primera princesa que la aguardaban, porque llevaban su nombre escrito en lo más alto de cada pantalla y lugar.

El enano, en su cuarto, estaba arrepentido, aunque sólo porque no le había dado tiempo a engullir ni media de aquellas apetitosas galletas, pero tampoco comprendía los porqués de que su hermana hablara así, como él de mal, con lo lista que ella era, siendo esto también verdad.

Vaya, el día comenzaba fatal para la fámily. Y a la tarde, como en tantas otras casas, el designio de seguir en lo mismo estaba numeralmente escrito en todas partes, aunque nadie quería tirar aún aquellos décimos que algunas horas antes, frescos como tréboles en una verde pradera, significaban tantos anhelos tornados en papel caduco de la escurridiza fortuna estatal.


II

Al siguiente día, el papá estaba ya de vacaciones y tuvo una no muy brillante idea, que quizás pudiera calmar la angustia de su hijita. Pensó que, tal vez, ella quedase más tranquila dando al asunto la solemnidad de desaparición oficial, presentando a tal efecto una denuncia policial del hecho, basada en el relato de aquel pajarito mentiroso. En cualquier caso, pensó, Laura notará que nos lo hemos tomado muy en serio, trasladando la responsabilidad a la pública autoridad.


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Podría emplear toda la mañana si fuese necesario en el tedioso trámite, pero debía de esperar a que Laura estuviese dispuesta a ir junto a él, pues era su propósito que ella supiese de cómo se declaraban las cosas oficialmente inútiles y por escrito ante la administración. Así, tal vez, impresionada por la asepsia burocrática otorgada al asunto quizás sanara de su amarga llantina y, sobre todo, de esa inquietante disfémia del habla sobrevenida por tan nimia e insólita causa.


La mamá, no estaba muy de acuerdo, pero después de vestirla al punto, con su abriguito de plumas de ánade y botas calentitas forradas de borrego, aderezó su cabecita rizada recién peinada poniendo sobre ella una diadema muy mona de ratita presumida, con cuernitos de reno y leds intermitentes. Estaba lista, pero algo molesta por causa de esas antenas o balizas electrificadas que la había colocado encima su mamá. No obstante, al mirarse al espejo no se vio tan mal, porque simulaba a una ninfa parecida a Campanilla, rodeada de luciérnagas, como en varias pelis que había visto con final feliz.

Harían el trayecto andando. Aunque algo fría, no hacía mal tiempo aquella mañana del día antes de Nochebuena. La oficina de denuncias quedaba a 20 minutos, o algo más considerando los breves y titubeantes pasitos de una pequeña con la psicomotricidad alterada y disfuncionalmente tartamuda.

De camino encontraron el ambiente ya plenamente navideño que tenía colapsada la ciudad. Menos mal que no iban en coche porque, con tal panorama, a píe pareciese que viajaban en cohete. Las gentes no aparentaban darse cuenta de cuan desgraciada era Laura, mejor así, porque con tanto pobre pidiendo en cada esquina nadie iba a fijase en su llantina. Menos aún percatarse de que tartamudeaba, pues ella sin abrir la boca y hablándose sólo a sí misma daba el pego de ser una niña algo llorona, pero sin taras. Aunque, eso sí, temía que el vaho de su respiración saliese de su nariz a golpes de fonema machacón, como cuando trataba de hilar sus pensamientos con voz.


Llegados por fin a la comisaría, tomaron el ticket de turno para interponer denuncia. La espera sería larga a juzgar por lo abarrotada que estaba la sala. Tomaron asiento con resignación. El papá no hubiese imaginado que hubiera tanto denunciante suelto en esas fechas. Pero, también era verdad que se oía cada cosa en la tele que la cola incluso pareciese poca. A Laura la pesada espera la angustiaba, así que aburrida descubrió qué, para que su papá no la limpiase cada dos por tres las lagrimas con su pañuelo, que rascaba una barbaridad, podía rebañarlas asomando levemente la lengüita entre los labios cuando, escurriéndose desde la mejilla, pasaban a la altura de la boca. Hum, qué sorpresón, resultó que las lágrimas sabían a sal. No estaban muy ricas, pero ya había catado ese mismo sabor a gamba cruda cuando una vez fueron de vacaciones a bañarse en el mar. Era posible que fuese el mar una enorme piscina de lágrimas; ella así lo imaginó por pasar el rato y sólo por imaginar.


Al fin, en la pantalla aparecía su número asignado a uno de los puestos de atención. En la mesa aguardaba un policía algo mayor y regordete, que aun con uniforme azul se daba cierto aire a un desalineado Santaclaus clónico de parque comercial.

–Y bien, que les trae aquí, qué te sucede, nenita, por qué lloras.

El papá relató al agente cabalmente la amarga desdicha familiar causada por la extraña e inaudita desaparición.

–Ah, no se preocupen, por qué me voy a extrañar. Existe un antiguo mito o leyenda urbana acerca de las lavadoras come calcetines. Bueno, muy antiguo muy antiguo no es, o sea, desde recién iniciada la era del electrodoméstico. Cuentan, que la desaparición de un calcetín durante el lavado se debe a un misterioso fenómeno, aún sin descubrir ni clasificar, pero que sucede alguna vez o varias a lo largo de la vida útil de cualquier máquina. Da lo mismo su año de fabricación y marca, eso sí es cierto, se da en toda gama y calificación energética del aparato. No hay discriminación que valga. Le toca lo mismo a una Bosch alemana que a la de marca blanca fabricada con componentes orientales. Claro que, la europea siempre tendrá más esperanza de vida para actuar. Eso es de todo punto cierto. Como lo es que cada año se desparejan en el mundo una gran cantidad de pares de calcetines, sin saberse a ciencia cierta el numero concreto ni adscripción de las parejas rotas por tal efecto. Así las cosas, por ahora, no podemos hacer gran cosa por ese calcetín suyo de color..., ¿de qué color me ha dicho?

–Rojojo.

–Ah sí, perdone..., es para registrar el incidente. Mera rutina estadística y procedimental, no se preocupe. Dígame, para terminar, su composición, talla y su funcional lateralidad, si la conoce.

–Sí, lateral derecho, tejido mestizo, mezcla de sintético y algodón, talla genérica, unisex.

–Vale, muy bien, concluido ¿Quiere el recibo y relato detallado de su denuncia o le sirve el ticket de registro? Ah, esperen, se me olvidaba, ya que están aquí pasen a preguntar en el departamento de objetos encontrados por si acaso. Acérquense, nada pierden.


La oficina de objetos encontrados estaba indicada con una flecha hacia abajo, en la planta menos uno. Algo incomprensible para Laura, pues si se restaba al edificio una planta, deberían ir al segundo piso. Pero, sin embargo, se trataba de una planta bajo tierra, como en los cementerios. Nada tan aterrador para las cosas encontradas e infamante para un cadáver –pensó–. Porque los muertos no se pierden ni se los encuentra por ahí, les entierran, les llevan flores, los rezan y los recuerdan, nada más.

El mostrador de objetos estaba atendido por una señora con bata blanca de enfermera que llevaba amplias gafas felinas y el pelo a lo Valentina.

–¿Qué se le ha perdido esta niñita tan mona que tanto nos llora?

La pregunta con tonito de hablarle a una bebita tonta, nada gustó a Laura. Le había tocado una tecla en su interior. Sorbiose la última lágrima e, instantáneamente, herida de orgullo, dejó de sollozar, para a continuación soltarse a hablar sin pensarlo, antes de que su papá lo hiciese por ella.

–Mi, mi cal, cal, ce, tín ro, ro, jo, jo de, de Navidad.

–¡Bravo! –se dijo a sí misma por lo bajo–. Había pronunciado la última palabra, navidad, sin titubeos, ¿estaría ya curada?, ¿bastaba sentirse humillada para sanar? ...

La mujer, respondía con gesto de bruja resabiada,

–Tenemos paraguas, manoplas y guantes derechos e izquierdos, siempre inconexos; tenemos dentaduras postizas y también tenemos sombreros, pañuelos, llaves, bisutería reciclable, carteras sin dineros..., y esta misma noche nos ha llegado una cabeza de cerdo vietnamita disecada; la gente pierde cosas y abandona otras... Pero un calcetín, calcetín como tal, no nos ha entrado ninguno últimamente, ni nunca que yo recuerde. Lo siento. Aunque puedo regalarte una canica, varios cromos de Pokémon o un disco de Andy Wiliams, que ya nunca vendrán a reclamar, para que te vayas contenta, chiquitina.


III

Ya volviendo a casa, con la denuncia arrugada en el bolsillo, su papá la propuso ir a comprar un par de calcetines nuevos en el mercadillo navideño, pero Laura no estaba dispuesta a cometer infidelidades, porque su calcetín rojojo había funcionado con lealtad los años anteriores. No podía traicionarlo ahora que ella ya era más mayor, porque cinco años son cosa seria.


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Mientras, en casa, la mamá había puesto todo patas arriba en una nueva búsqueda, no sin antes haber consultado al teléfono con algunas vecinas y amistades por si acaso les hubiese sucedido un caso similar. Efectivamente, todas sin excepción recordaban tener por casa algún par descabalado. Por tanto, no era el suyo el único hogar donde el número de calcetines existente fuese impar. El fenómeno, aunque extraordinario, era tan común que nadie hablaba expresamente de ello. Un tabú intersubjetivo que desbarataba toda la lógica contable, la mecánica de los electrodomésticos y la consistencia real de los objetos sólidos de punto. Pero no cabía en cabeza humana que eso fuese así de comúnmente paranormal, y ni siquiera un telediario hablase de ello. La mamá le daba vueltas y revueltas tratando de aplicar racionalidad para alejar la superchería de su mente y encontrar una respuesta cabal.


Y de sus sesudos devaneos, le vino una feliz idea. Fue a buscar en el cajón aquel otro calcetín rojojo, el del pie a mano izquierda. Aún desprendía la intensa fragancia floral del suavizante. Lo observó meticulosa, analítica y científicamente. Era sin duda un calcetín sin costuras. Enfundó con él su mano y lo contempló como con rayos X. Luego, lentamente se lo sacó dándolo la vuelta y, ¡sorpresa! La prenda puesta del revés, tenía el mismo color y estampado a la inversa.

¡Aleluya!, había encontrado por fin, sin artes de magia, el calcetín rojojo del pie de la mano derecha. Ahora, qué tonta, recordaba cómo en realidad nunca tuvo pareja, que quizás por una vulgar sinécdoque o majadera asociación de ideas había creído ver dos calcetines. Sin duda, el centrifugado fuese la agitada causa subversiva del enrevesado misterio.

–¡Qué empecinamiento tan estúpido! –se dijo. Si en vez de darlo por hecho, hubiese reflexionado antes, me habría percatado de que el rojojo era uno de esos calcetines solitarios, reversibles y simpar, que venden en unidades separadas, sólo por y para satisfacer la demanda infantil de ilusiones navideñas.


Cuando Laura y el papá llegaron a casa, el árbol estaba operativo, resplandeciente, con las luces ya conectadas a la red eléctrica y, bajo él, como en un altar, el voluble calcetín más buscado y deseado que se recuerde en todos los tiempos de adviento familiar.

Laura se sacó de la cabeza la diadema de reno con luminotecnia, sintiéndose muy feliz, tan fluida y elocuente como antes del suceso al saber que irreversiblemente tendría su regalo. Sana y satisfecha corrió a reunirse con su hermanito para jugar con las figurillas del portal de Belén, que el enano en ese momento estaba chupando como si fuesen caramelos.

–Yo seré Melchora, la reina maga –le dijo ella autoritaria–. Y tú, pequeñajo, deja de mordisquear a mi paje; tú harás del pastorcito cochino sin cabeza que está agachado detrás del puente haciendo pum. Ande, ande y ande...

En ese instante se escuchó en toda la casa un tema que quedaría en su mente para toda la vida, “moon river”, de Andy Williams, arrancado de los microsurcos de un vinilo que daba vueltas en un viejo aparato que su papá había rescatado del trastero.

FIN

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