© Fernando Garrido, 20, II, 2022
La historia de la humanidad está jalonada de naufragios insólitos e imprevistos por magnitud del medio naval empleado para la travesía… El Titanic, la Armada Invencible, el submarino ruso K-141 Kursk, y muchos otros no tan conocidos, pero no menos dramáticos como el caso reciente del pesquero español Villa de Pitanxo, hundido en Terranova con consecuencias desastrosas para su tripulación.
Pero como tengo que elegir alguno en atención a la más rabiosa actualidad, voy sin embargo a retroceder dos siglos para ir al asunto político actual refiriendo un desastre marítimo que, más allá del hecho luctuoso, tuvo gran repercusión en la opinión pública, la política e incluso en el mudo del arte del siglo XIX.
Hablo del naufragio de la fragata “Medusa” sucedido en el contexto de una expedición enviada por el rey de Francia en 1816, a fin de tomar el control de las antiguas posesiones francesas en África que Inglaterra les había devuelto.
Para el mando de la misión se designó de manera arbitraria y sin haber demostrado capacidad ni experiencia práctica tras años de inactividad, a un oficial de la marina francesa llamado Hugues de Chaumareys, quien dirigía la flotilla desde la nave insignia llamada “La Medusa”.
La incapacidad y arrogancia del capitán Chaumareys lo llevaron a incurrir durante la travesía en un rosario de graves errores. Así, distanciándose del resto de navíos, sin atender los consejos y advertencias de oficiales experimentados, navegó alegremente a su manera y en solitario. Su contumaz torpeza lo llevó a interpretar mal los mapas de navegación, lo que en última instancia provocó que, cercano a Mauritania arrastrara a la “Medusa” a aguas poco profundas. El resultado fue desastroso pues la nave embarrancó y, siendo estériles los esfuerzos por reflotarla, vino a complicarse aún más la situación cuando se desencadenó una tremenda tormenta que sacudió la nave hasta dejarla inservible. Así las cosas, se vieron abocados a abandonar el barco y tratar de alcanzar la costa africana en botes. La operación de evacuación fue un completo desastre, sumida en la confusión aumentada por el estado de embriaguez del capitán y parte de la tripulación. Los botes disponibles no eran suficientes para las cuatrocientas personas que llevaba el navío y se improvisó una balsa para ciento cincuenta de ellos. La balsa debía ser remolcada por los botes, pero al poco, Chaumareys, que iba a salvo en uno de los botes, dio la orden de soltar la balsa del amarre para liberarse del peso que lo lastraba, abandonándola sin más a su suerte.
La balsa, con serios problemas de flotabilidad debido a la carga, no solo humana sino también de vino y otros enseres, se convirtió una trampa. Sus ocupantes se disputaron el espacio para no ahogarse.
En esa situación, borrachos, sin alimento ni agua, los unos mataban a los otros y el resultado fue que al cabo de una semana a la deriva sólo sobrevivían veintiocho individuos, alimentándose de los cadáveres a falta de otra cosa.
Pero eran todavía demasiados y sacrificaron a la mitad de entre ellos arrojándolos al mar. Finalmente, tras dos semanas agónicas en medio de la nada, quince supervivientes fueron rescatados por un navío enviado por Chaumareys –que había llegado a la costa a salvo-, y según se dice no tanto lo enviaba para rescatar a la tripulación sino para recuperar el material depositado en la balsa.
La noticia y el relato espeluznante de lo acontecido, causó una grandísima impresión en la opinión pública francesa, tanto fue así que motivó gran parte de la producción de artistas e intelectuales, que reflejaron el siniestro acontecimiento con profusión de detalles, destacando sobre todo la cobardía, indolencia e incapacidad del mando y las terroríficas atrocidades de los marineros ebrios. Al tiempo que, la oposición al régimen borbónico recién restaurado, aprovechó el asunto políticamente para atacarlo sin piedad.
De todo aquello ha quedado de manera icónica y significativa una pintura sobre las otras muchas representaciones literarias, musicales o pictóricas que se hicieron a propósito del tema. Se encuentra en la actualidad en el Museo del Louvre y se trata de la enorme pintura de Théodore Géricault (1791-1824), titulada “La balsa de la Medusa” (en francés, Le Radeau de la Méduse), presentada en el Salón de París de 1819, tres años después de la tragedia. La obra causó una gran expectación y desató no menos pasión entre detractores que le imputaban un alejamiento romántico de los modelos clásicos que inspiraban a la pintura histórica según los cánones neoclásicos, y de otro lado gran cantidad de entusiastas movidos por la cruda atmosfera dramática y capacidad de sobrecoger conseguida por Géricault, quien se había volcado y vaciado en la creación. A la postre su “Medusa” es uno de los cuadros más apreciados en su género, porque representa con grandísimo dramatismo y pasión una tragedia humana que, aún referida a un hecho histórico concreto, funciona de manera atemporal e independiente, como reflexión moral en torno a la negligencia de quienes tienen la responsabilidad de estar al mando.
Lo que se ha vivido en la política española la última semana, precedido por un asunto semilarvado con meses de demora, es difícil de explicar y ya se encargan los medios y los políticos en dar sus particulares interpretaciones interesadas, que resultan, como de costumbre, demasiado sencillas o tremendamente complejas. Por ello no voy a perecer estúpidamente en ese intento. En su lugar he preferido relatar aquel desastre de “La Medusa” por si alguien quisiera extraer de él conclusiones sobre una misión que debería tener como objetivo, aquí y ahora, el arribo de una nave llamada Partido Popular con un capitán al mando, para el digno gobierno de la Nación, capaz de gestionar y hacer frente a las tempestades de nuestro tiempo presente, llevando como primer estandarte el decir la verdad.
La verdad, concepto y palabra, tienen una no buscada perspectiva de género, pues, aunque siempre arcana, “verdad” se expresa en femenino singular.
Existe por cierto en el castellano arcaico la palabra “ayuso”; un adverbio en desuso que indica la condición de algo o alguien de estar o venir desde abajo, en oposición a “asuso” que tiende a ser lo contrario. Sin embargo, el vocablo “ayuso” ha quedado fosilizado en nuestra lengua en la onomástica como cognomen. Y este, referido a una dama bien puede interpretarse como aquella que desde abajo llega a lo más alto.
No puedo negar que tengo ganas de que esa libre interpretación del apellido de Isabel se haga verdaderamente efectiva en la ventanilla del deficitario banco español del talento político.
Pero ahora ya llegan las carnestolendas previas a la cuaresma, quizás la próxima semana tengamos que hablar de un agitado miércoles de ceniza. Ahí lo dejo…