EL RIVIERA

F. Garrido • 2 de junio de 2024

EL RIVIERA



© Fernando Garrido, 2, VI, 2024


A veces coexisten sentimientos, objetos o lugares que tienen su auténtico nombre oculto y esperan, incluso siglos, que algún día se despeje el velo que lo tapaba.

Por eso aguardan que alguien lo descubra, lo verbalice en sonidos y lo rotule con la palabra escrita que, con literal legalidad y por derecho propio, ya les correspondía desde que la vida se reiniciaba tras el gran Diluvio y después de superar la estúpida Babel.

Así es y nos parece ahora ese “Riviera”, nombre que, sugerente, quisiera evocar paraísos lejanos, aunque referido a la imperfecta y deliciosa exedra neoclasicista, apéndice del Teatro Principal que mira hacia el Espolón, no es necesario dejase llevar tan largo de la imaginación, porque queda a tan sólo unos santiamenes de la orilla del Arlanzón, el rio calmo que en este tramo se pasea por la orilla urbana de Burgos, espectando el lento o apresurado discurrir de sus gentes y generaciones.




Precisamente junto a esa ribera de hierba, junco y sauce, el Riviera en Burgos es un veterano local que se ha ido renombrado y renovando con el paso de décadas y también trasfiriendo su titularidad.

Caprichoso y pendular, antes fue un “Pinedo” sin coníferas, luego un “Polisón” sin el ton ni el son. Hoy, sin embargo, con tuestes de jovialidad luce su nombre propio que, con proverbial verso latino, se antoja perfumado de ecos caribeños traídos de patrias dominicanas por José Manuel Lorenzo y Ricardo Esterling, actuales gerentes del local que, a pie de obra con dinámico impulso, conjugan nuevas propuestas para amenizar las leves corrientes diarias o las crecidas festivas y estacionales.



Del Riviera, su terraza exterior muy probablemente sea por elegancia y espectacularidad escénica, el mejor de los animados telones que, para el entretenimiento recreativo del alma y restaurador del cuerpo, pueda encontrarse en la Ciudad castellana.

Desde allí se abren a la vista, claras y solemnes las losas, fontanas y estatuario calizo, junto al decimonónico quiosco musical y los cien vegetales acuartelados en el Paseo burgalés por excelencia, aunque el soplo populachero de no se sabe qué desalineo o malformación conceptual del imaginario concejil entregue este Espolón, cada dos por tres, al estrangulamiento de su natural función con el desparrame de pingos, cacharros, tenderetes, carpas, barbos y cefalópodos que lo convierten en impropia prendería e infame lonja de alcaná.


Olvidando las recurrentes astracanadas consistoriales, recuperando la calma y respiración, en contraste con el caos ambulante diré que estamos ante una gran terraza despejada y ortogonal; cuadriculada como la trama de un crucigrama, cuyas mesas rectangulares, imaginadas como un ameno pasatiempo, invitan a ser ocupadas por humanas grafías que se combinan para conversar y dar sentido a cada ocasión: miradas y palabras que se cruzan, conformando ese ambiente variado, agradable, doméstico y coloquial de la vida cotidiana o del cultivo intelectual y reflexivo hacia lo arcano o extraordinario.



El interior del Riviera es también blanco, distinguido, limpio, despejado, de línea clara y sinuosa, con curvos movimientos que marcan tanto el perfil de su decoración como el de un plato, un cubierto, una copa, un instrumento musical o, sobre todo, los contornos de una bella figura de mujer. Porque su espacio es sobre todo femenino y sensual, como lo son las chicas riviereñas: Andrea, Estela y Ashley, que atienden con amable y profesional familiaridad cada petición y necesidad de la variopinta concurrencia.

La nueva, joven y renacentista dirección del Riviera, junto a su equipo, ha encontrado, como Buonarroti a su David en el bloque olvidado de fría materia bruta, las figuras vivas y sin embargo dormidas bajo la espesura del légamo de años y costumbres.



Debo de confesar que este que suscribe ha pasado allí, desde hace al menos una década, no pocas tardes, a veces de sol y otras de sombras, siempre de café, lecturas y algunas tertulias.

Tardes iluminadas, aun cubiertas de nubes espesas que, cuando penetran turbias en el alma, invitan a la mirada al interior de la conciencia inquieta por incertidumbres, indispuesta o desafecta, amarga en arrepentimientos que al cabo resultan un eterno “continuará” sin grandes ocasiones para redenciones ni esperanzas.



Aunque son más las veces en que la imaginación desbordada en apolíneos o dionisíacos pensamientos, prestados al papel por mis más queridos autores, se avienen a la mesa, haciendo saltar resortes inesperados que empujan a escalar esas montañas infranqueables que aparecen sobre el prosaico horizonte de lo común. Y por no olvidar aquello que por unos instantes desvela el huidizo impulso creativo, tomo nota y lo traslado a un cuaderno aún casi vacío.

Pero ¡Pecado! porque no siempre este lapicero, romo o afilado, es un fiel escribano que sigue el ritmo dictado por la conciencia excitada, extraviándose tantas veces en excusatios y subordinadas maniáticas que suelen ser zancadillas que pone un diablo tentador para distraer la inspiración.



Y ante la realidad me sincero en íntima y formal declaración de que existen humanos límites que, navegando entre palabras y sintagmas, imposibilitan la expresión de lo real en su verdad, donde el pensamiento se muestra estéril y perece ahogado, mudo, sin faro ni salvavidas.

Aun a pesar, déjame que te cuente, déjame que te diga la gloria del ensueño que evoca la memoria del viejo puente de San Pablo, del río Arlanzón a su paso, sólo de paso, por el encantador Espolón y su Riviera.


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