© Fernando Garrido, 22, I, 2022
Ya se perdió la oportunidad de verlas puestas en el desdibujado 2021 y es muy probable que, en el mejor de los casos, no las veamos siquiera antes de julio de 2022, en que se completará el ciclo del octavo centenario de la Catedral, o tal vez nunca. De momento, aparte rollos epidémicos insoportables, Burgos está sin esa gran obra de hoy y para la posteridad, como legado de la ocho veces centenaria conmemoración.
No voy a relatar aquí la lacerante actualidad, porque las retuertas y cárcavas que perfilan la polémica de las puertas vienen a reproducirse a lo largo de los meses con ritmo cansino y mínimas variaciones.
No es esta, ni mucho menos, la primera vez que me ocupa este tema (adjunto artículos al final). Por esto creo ahora más útil hacer una serie de reflexiones que iluminen la raíz de la cuestión en liza.
Como en tantas otras cuestiones, la causa que lo rige es la esclerosis que sufre nuestra civilización, atrapada en unas democracias desbordadas por una sociedad de masas educadas y seducidas por todo tipo de promesas demagógicas hacia aspiraciones imposibles. Algo que irremediablemente conduce a la frustración, la queja, la protesta y finalmente a la melancolía. Y de ahí se sigue casi toda la patología y desorientación moral que nos afecta. Esto lo digo en referencia a la plataforma que se puso en marcha para amenizar con su tristeza el octavo centenario de la catedra burgalesa.
Pretensión que, llevada al extremo, es un monumental disparate de orden metafísico existencial, incompatible con la realidad y naturaleza misma de cuanto existe en el Universo. Por eso, nos inventan etéreos “metaversos” en que encajar cualquier ocurrencia o utopía surrealista.
Pero el caso es que, partiendo del ideal o principio jurídico y también constitucional, referido a ciertos derechos, la cuestión es sistemáticamente llevada al paroxismo de lo absurdo e imposible. De ese mal entendido demo-dogma, brotan forzadas reivindicaciones populares auspiciadas bajo el discurso de organizaciones políticas empeñadas –a beneficio propio- en que el pueblo reclame derechos como el decidir sobre cualquier asunto, sea público o privado, e independientemente de que se sepa o no de ello y se tenga la legitimidad y mínimas competencias intelectuales para emitir un juicio de valor informado y racional. En general, esa reivindicación viene a favorecer las aspiraciones de poder tiránico de quienes las alientan.
La oposición a las puertas de Antonio López, es un claro ejemplo. En este caso puesto en marcha inicialmente por una plataforma cívica alimentada nuclearmente de distintos egos y frustraciones. A partir de lo cual entran en el ceremonial una serie de instituciones u organismos a fin de sacar tajada y protagonismo, no perdiendo la ocasión de mostrar su capacidad para ejercer su poder entre el caos y la confusión, creándolo aún más y mejor; pero eso sí, muy científicamente según nos cuentan.
Así, al igual que la masa social que ideológicamente amamantan, las instituciones se encargan de hacer su interpretación acomodaticia y selectiva de la voz u opinión pública de quienes dicen representar. Una representación cuya estimación es susceptible de ser forzada y situada -a conveniencia- por encima de la Ley. De esto tenemos buen ejemplo en algún territorio español en que, desde las instituciones, apelan al cumplimiento del mandato de un electorado retroalimentado por ellas, para justificar y ejecutar el incumplimiento del orden legal, secuestrando para sí una democracia que en sus manos deja de serlo.
Pero la democracia es esencialmente: libre elección y racionalidad bajo el imperio de la Ley, y por supuesto, separación de poderes.
Estoy totalmente en contra de esa oposición nuevas puertas de la Catedral, venga de donde venga. Por mi parte, debo decir que poseo al menos título académico de estudios superiores en Patrimonio Histórico. Alguno dirá que de poco me sirvieron si no comparto ni defiendo los criterios en materia de conservación y protección que esgrimen como argumento los plataformistas anti-puertas junto a los UNESCO- ICOMOS y demás vicariatos. Les contestaré que al menos me sirven para, desde la reflexión crítica, reconocer los disparates que impone bajo el chapado de cientifismo áulico, de una ortodoxia contingente que se sirve del legado patrimonial para ponerlo -en muchos casos- al servicio de obsesiones neuróticas, lucimientos personales, venganzas e intereses gremiales, hipertrofiando normativamente todo cuanto tocan a fin de expropiar, para sí, el derecho sobre esos bienes a sus legítimos poseedores, custodios o usuarios.
La amenaza es en realidad un farol y una estupidez; y aunque no fuese así, qué importa. Creo que sería, como mínimo, una extraordinaria publicidad. Una insólita distinción que convocaría a miles o millones de curiosos a presenciar y visitar in situ el motivo de tan furibundo e injustificado ataque. Sería, salvando el abismo, como la voluntariosa y naif restauración de Cecilia en el Ecce Homo del santuario Misericordia, en la modesta localidad aragonesa de Borja. A la postre ha significado una bendición para el lugar poniéndolo en el mapa para miles de visitantes.
Debo decir además que, ojo con la consideración artificial de “patrimonio de la humanidad”, porque conlleva un determinado grado de expropiación o cesión obligada del bien a un ente difuso llamado “humanidad” del que en este caso se autoproclaman representantes y portavoces la ONU-UNESCO-ICOMOS que, reteniendo en sus manos muertas la franquicia “Patrimonio de la Humanidad”, se arrogan, llevados por los vientos de globalismo, el papel de administradores, jueces y dadores universales, urbi et orbi.
Es fácil caer en la trampa, pero los conceptos no son en absoluto inocentes. El hecho grandilocuente de etiquetar de ese modo, tanto a un dolmen, a la sardana, como a una catedral, significa y justifica, llegado un momento dado, la expropiación encubierta del bien, que a la postre puede ejecutarse material o espiritualmente de distintos modos. Ya lo estamos viendo en este caso burgense.
Para que sepamos de qué estamos hablando nada mejor que acudir a lo qué dice el propio ICOMOS de sí mismo (https://icomos.es/que-es-icomos/).
A quienes lo lean, les resultará diáfano que el ICOMOS es una gestoría política. Según declara, opera bajo el dictado de las “políticas de salvaguardia” del patrimonio histórico artístico, en sus aspectos técnicos y normativos para la “conservación, protección y puesta en valor”. Ese último concepto de “poner en valor” es una reformulación gratuita y superflua de lo que es en realidad y sin necesidad de inventos: “revalorizar”.
“Poner en valor” es simple y llanamente una deconstrucción –cursi- operada por el adanismo mesiánico político, ávido por dar a entender que viene a descubrirnos algo inédito y de paso justificar su existencia y pingües presupuestos que, en el caso del ICOMOS han de regar generosamente: 138 sedes nacionales, 10.929 miembros individuales, 271 miembros institucionales, 107 Comités Nacionales, 29 Comités Científicos Internacionales, etcétera, etcétera.
Pecando de anacronismo, bien podríamos afirmar que afortunadamente ni esas instituciones ni ese quejicoso e inducido sentir popularchero, existían en los siglos en que en Europa se construían cientos de monumentos, templos y catedrales, porque habrían puesto todo tipo de trabas, objeciones y sanciones, cada vez que un maestro medieval hubiese osado a incorporar novedades a una obra respecto a su estilo y proyecto inicial. Nada se sabía entonces de plataformas gilipuertas ni de ese ente político supra científico y filosófico llamado ICOMOS, cuando en el siglo XIII y subsiguientes un puñado de castellanos se esforzaban por elevar el colosal proyecto burgalés. Mejor así, porque casi seguro, los hubieran arrojado al Arlanzón.
Y ya que se habla de patrimonio mundial de la humanidad, la existencia de ¿60.000 firmas? recónditas y mal informadas -que dicen tener en contra- sólo demuestran ser presumida ignorancia para juzgar el asunto, y que de entre los 8.000 millones de habitantes del planeta Tierra, sólo a una escuálida minoría humana no les gusta el proyecto. Pero si no les place ese dato estadístico, comparemos ahora la cifra de firmantes con los 45 millones de españoles, o los 2 millones y medio de castellano leoneses o los 360.000 burgaleses. Entendiendo el espíritu participativo y democrático tal y como lo conciben los promotores de firmas protestantes, algo tendrían que decir todos aquellos por ser patrimonio español, castellano y burgalés.
O de otro modo, puesto que la Catedral es primeramente patrimonio de la Iglesia Católica, esto es, universal; pues serían en tal caso los cientos de millones de fieles cristianos repartidos por el Mundo, quienes deberían tomar la palabra.
Aconsejo e invito desde aquí a plataformas e instituciones a emplear sus energías en verdaderos problemas que afectan a Burgos, por ejemplo: el estar la ciudad absolutamente pintarrajeada por todas partes, infectada por una plaga de vandalismo o terrorismo gráfico que, además de ser un verdadero bochorno estético y de decoro urbano, también supone un problema de convivencia y orden público, donde concurren la banalidad de la violencia contra el patrimonio público y privado.
El pertenecer a un club de propietarios de Rolls Royce, no significa en absoluto que en él estén todos los que son; pero sí puede ser tal vez, una peligrosa información en manos de una mafia internacional que se dedique al robo y tráfico de vehículos de alta gama.
Atención, porque la lista de la UNESCO es mero acopio nominal de la evidencia empírica existente en la realidad, que como tal no necesita ser encerrada en un catálogo para ser ontológicamente lo que es.
La etiqueta de Patrimonio de la Humanidad es en cierto modo una lucrativa entelequia lapa, un constructo conceptual que se adhiere al bien privándolo de autonomía y su legítimo propósito y espíritu, convirtiéndolo en un material homogéneo homologable dentro de una escala retórica arbitraria. En un material para ser abordado con metodología aséptica e independiente de su propósito y personalidad espiritual o filosófica.
La pretendida defensa patrimonial del ICOMOS-UNESCO esconde, tras de sí, la desamortización sibilina del legado y derechos histórico-artísticos sobre el bien que dicen preservar. La herramienta oracular está ahí. Se expresa a veces bajo un silogismo estrafalario: si el bien pertenece a la Humanidad, entonces -como dijera una cerril y sin embargo ministra de España- “no es de nadie”, tampoco de la comunidad cristiana y civil que lo financia y custodia desde hace ochocientos años.
La realidad es que aquellos antepasados nuestros, esforzados castellanos del Medievo, sabían bien lo que hacían y por qué lo hacían. Conocían la humana grandeza de su creación, sin necesitar título acreditativo. Ahí está a la vista la suma de su obra, no existe mayor ni mejor empírica evidencia. Y debo decir que los plataformistas protestantes (el sr. Vallejo y compañía), jamás han hecho ni harán hazaña semejante, sino esparcir cizaña y construir catedrales del revés con inconsistente papel de octavilla. Son una especie de troupe de enanos subidos a hombros de un venerable gigante al que no saben sino gritarle y darle pellizcos.
En la escritura el propio Jesús -que como todo el mundo sabe era un espantoso neoliberal- muestra y critica la ilicitud moral derivada de la inactividad por miedo, pereza, exceso de precaución o cobardía. Pues eso mismo es mantener las ajadas puertas de mudos cuarterones: enterrar talentos, justificándose en el puritanismo y conservadurismo ultra ortodoxo que considera al monumento un objeto amortizado, ignorando el esencial propósito de la obra. Una catedral con sus diversos elementos, no son mero material para una experiencia estética, estática e inmóvil, sino una creación artística para la diversa contemplación; para sobrecoger, deleitar, instruir, evangelizar, catequizar..., y ofrecer la posibilidad de abrazar una experiencia histórica, mística, o estética, conjugando la percepción sensorial con el humano y dinámico entendimiento.
¿Dónde estabas entonces, cuando tanto te necesité?
Nadie es mejor que nadie; pero tú creíste vencer.
Si lloré ante tu puerta, de nada sirvió…
Dame mi alma y déjame en paz.
(“Insurrección”, Manolo García, 1986)