EL FULAR AZUL, UN GATO Y ALGUNAS MACETAS

F. Garrido • 15 de agosto de 2025

EL FULAR AZUL, UN GATO Y ALGUNAS MACETAS


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Un relato de Fernando Garrido


© Fernando Garrido, 2025

 

Aunque para ella las mañanas solían estar poseídas de un aroma cargado de grandes expectativas, aquel festivo 15 de agosto el calor abrasaba sin piedad tanto a las copas de los árboles como las de cerveza. Ni siquiera bajo las amplias sombrillas con ventiladores de exterior se mitigaba la temperatura, pero la sed del público hacía que los semiesféricos vidrios se vaciasen antes de que su rubio contenido pareciese un caldo cubierto con algo de espuma reseca. Ella esperaba allí, hacía ya un rato, dando sorbos intermitentes. Estaba sentada en una mesa con tres sillas vacías, sobre una de las cuales tenía su bolso apoyado. Serían cerca de las doce del mediodía. Se había adelantado al menos diez minutos a la cita. Pensó que debiera de haber hecho algo de tiempo para llegar después, en último lugar, aunque en un día como aquel dar vueltas sin ton ni son bajo el calor cegador era una temeridad inconveniente para las glándulas cutáneas sudoríparas, cuya excesiva actividad podría malograr la tenue veladura de maquillaje y el suave toque de color en sus labios. Al menos bajo el palio blanco de la terraza podía percibir una brizna de aire que, aunque tórrido, aliviaba en cierto modo, casi ilusoriamente, la intensa sensación de bochorno. No era desde luego aquella una jornada apropiada para una primera cita. Pero, quién iba a saberlo una semana antes, cuando las circunstancias climáticas aconsejaban salir acompañada de una rebequita por si acaso. En fin, la ola de calor estaba allí, por la santísima Virgen de agosto, envolviendo cuerpos y objetos con un halo de fulgor que derretía a todo por igual.

Incluso los pájaros callaban y se escondían entre las ramas de los árboles, posándose en la hojarasca como al ralentí. Una voluminosa paloma torcaz, con su blanco collar, bajó sedienta a beber en la lámina de agua del estanque neoclasicista, donde cuatro sapos de piedra izaban, insensibles y risueños, sendas parábolas del acuoso y líquido elemento que rompían hacia el interior, creando ondas caóticas, quiebros y chapoteos en la superficie de donde a duras penas emanaba algo de frescor.

Su mesa se encontraba a escasos metros de aquella pretenciosa fontana palaciega. El sonido de los chorros la provocaba una molesta sensación de incontinencia. La copa ya estaba vacía, sin duda esa era la causa, se dijo, sintiendo la necesidad de desplazarse al baño. Pero estimó que no fuese ese el momento adecuado. Debía aguardar. Miró el teléfono y era justo la hora convenida. Iría al baño en cuanto él llegase. De ese modo podría excusarse para escapar durante unos segundos y hacerse a solas cualquier reflexión valorativa tras el probablemente embarazoso impacto inicial, que seguro en algo, por bien o por mal, la provocaría un no se sabe qué.


Pero trascurrido un cuarto de hora reteniendo la presión de su vejiga, aún estaba esperando. El camarero se acercó a retirar la copa vacía de la mesa y preguntó si deseaba alguna otra cosa, lo que la incitó a decidirse a ir al baño, así que respondió que probablemente sí quisiera algo más, aunque esperaba a alguien y primero debía ir dentro, a los lavabos, y que por favor si era tan amable diera un vistazo a su mesa para que no la ocuparan mientras tanto. No obstante, como señal de reserva, dejó sobre su silla el pañuelo de seda estampado con formas vegetales, color celeste, que llevaba informalmente desplegado sobre el torso. Tomó el bolso, alzó su cuerpo de la silla recomponiendo y estirando la falda hacia abajo, que quedó perfectamente alineada una cuarta por encima de las rodillas. El tacón del zapato izquierdo, seguramente algo desgastado, la molestaba al caminar, obligándola a ir atenta para mantener perfectamente equilibrada su femenina verticalidad mientras se dirigía a vaciarse de la orina y aquel molesto prurito e inquietud. Porque, efectivamente, la tensión de la espera había incrementado sus ganas, haciendo casi imposible aguantarse más. No quiso preguntar, pues adivinaba que los servicios se encontraban allí donde otras dos damas esperaban turno.

Pero no podía permitirse guardar la cola. Empujó con cierto disimulo la puerta del aseo de caballeros y, notando que estaba despejado, penetró sin mayor reparo, aunque sabía bien que debería de tomar alguna precaución, no sólo higiénica. Entró en el habitáculo del inodoro situado a la derecha del lavabo. Atrancó bien la puerta con el cerrojo. Colocó el bolso sobre el portarrollos y luego bajó su braguita a la altura de las pantorrillas y, remangándose la falda hasta cubrir su bajo vientre, orinó a pulso manteniendo las piernas flexionadas sobre la taza bien abierta. La sensación casi orgásmica al verse liberada, bien valía la pena de pasar aquel incómodo trance de expender de tal guisa una lluvia tan celestial, que al caer la devolvía a un placentero estado de sosiego.


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Aquel local lo había propuesto él, días atrás, porque le resultaba muy adecuado y ya lo conocía, aunque no tanto, pero lo suficiente para saber que se trataba de un lugar de buen tonito. Por eso mismo la sugirió encontrarse allí y ella aceptó sin más. Había querido adelantarse unos veinte minutos para familiarizarse con el ambiente y crearse una psicológica zona de confort y seguridad. Se sentó en un cómodo y falso sillón vintage, que completaba un tresillo alrededor de una mesa isabelina igualmente simulada, como casi todo en aquel amplio salón presidido por una historiada barra llena de grifería.

Aunque aún retenía algo del sofoco acumulado por el calor en el trayecto, prefirió tomar un café a la birra que en realidad le pedía a gritos su otro yo, aquel cuerpo serrano, febril y subconsciente tentado ante la buena pinta que, a juicio de su engolosinada vista, lucían las grandes y espumosas copas servidas para calmar las áridas gargantas de la clientela en una mañana como aquella. Pero la ocasión bien valía un pequeño sacrificio, a fin de evitar cualquier venial desliz causado por el alcohol, como recordaba haber cometido en alguna otra ocasión en que despojado de una cauta y estratégica timidez emitió comentarios que, aunque inocentes pero sutilmente irónicos, pudieron resultar algo inconvenientes dadas la circunstancias, y de los que después haciendo repaso solía arrepentirse a solas, juzgándose tal vez con demasiada severidad.

Tomó un periódico que andaba cerca, en la mesa de al lado, para darlo un vistazo sabiendo de sobra que nada de lo que hubiera en él le interesaba en ese preciso instante. Tan sólo era una pose y manera de aguardar con cierta e impostada calma a que ella apareciese por la entrada. No obstante, sin quererlo, un ruidoso titular llamó a la puerta de su dispersa atención: “Los obispos ofrecen compartir sus catedrales para los rezos musulmanes”. 

Al parecer se trataba, según el cronista, de una iniciativa para la igualdad, contra la especulación y competencia religiosa, encaminado a la fusión sincrética monopoliteísta para la democracia plena 2030. Todo ello según había manifestado el portavoz episcopal para el nuevo culto al líder y el respeto de las personas humanas, quien también había añadido que, ello supondrá una importante inversión financiada por la UE para dotar de alfombrado a las miles de nuevas iglesias-mezquita parroquiales que se irán incorporando al programa de la umma diocesana, y concluía con otras coletillas y blablablás por el estilo.

Aquella expresión de “personas humanas” le hizo gracia y lo llevó a cavilar sobre el hecho de que pudiesen existir otras formas personales que no fuesen humanas, tal como matizaba expresamente ese perlado portavoz… Menos mal que él ya no iba a misa, pensó con indignación, pero alegrándose de no tener que presenciar y padecer la peste de cientos de tíos agachados con el trasero en pompa y la chola hacia la Meca, recitando su cansino jámalaja. Además, aquel disparate justificaba aún más lo que ya venía haciendo, al no marcar la casilla de esa ni ninguna otra religión en su obligada declaración autoinculpatoria ante la autoridad arancelaria.

Ya se estaba impacientando. Miró su reloj. La manecilla larga apuntaba al y cuarto. Empezó a dudar de la concreción de aquella cita. Consultó su teléfono y pudo comprobar que todo era correcto, allí mismo a las doce del mediodía; ella portaría al cuello una especie de fular de seda azul celeste. Pero por ahora ninguna de las féminas presentes alrededor llevaba puesto encima pañuelo alguno ni estaba sola. Pensó que suele ser así, ellas gustan de hacerse esperar. Mientras el camarero retiraba su taza vacía de la mesita, aprovechó para solicitarle, ahora sí, repensándolo sin mayor pudor, una cerveza muy fría, según apostilló con superflua vehemencia. Enseguida le fue servida y pegó un buen trago antes de levantarse para acudir al lavabo. Había decidido sanear sus manos al notarlas algo pegajosas cuando agarró la copa, y ya de paso atusarse el cabello por si alguna de sus canas hubiese sufrido algún percance debido al sudorcillo que se había manifestado en su frente tras la ingesta del denso café. La luz del aseo de caballeros estaba encendida. Sobre el lavamanos un espejo enmarcado con una bonita moldura decapé le devolvía una imagen de sí mismo que, no disgustándolo del todo, reforzó adoptando una mirada penetrante de galán antiguo, como si posase para un retrato. Tomó unas gotas de jabón del dispensador. Apretó el émbolo del grifo y el agua corrió por entre sus manos, conjugándolas entre sí, como el avariento que calcula su beneficio. El chorro de agua le provocó una cierta pero no intensa necesidad de evacuarse. A su derecha la puerta del excusado estaba cerrada y a su izquierda se encontraba un urinario adosado a la pared. Se desplazó frente a él, dispuesto a usarlo antes de que más tarde lo necesitara con mayor apremio. Estando ya en la labor, irrumpió del interior del excusado el inconfundible sonido del torrente de agua que cae tras accionar el botón del inodoro. A su espalda, un instante después, notaba que la puerta se abría y de refilón pudo observar que era una mujer la que salía del interior. No pudo verla con precisión, pues ella pasó veloz hacia la salida. En ese momento él giró bruscamente la cabeza para mirarla, aunque sólo obtuvo una imagen trasera y algo borrosa de su melena castaña. Nada más. Y bien, se dijo, qué problema había en ello. Él mismo, en alguna ocasión había usado el reservado para señoras en cualquier otro lugar, al encontrar ocupado el que por su condición le correspondía. Aunque es verdad que siempre en esas ocasiones habían hecho aparición ciertas e inconfesables imaginaciones de las que seguramente él no era responsable ni el único partícipe. Se suelen contar tantos mitos improbables o leyendas urbanitas sobre encuentros y escarceos furtivos en los lavabos que al final a uno se le quedan grabadas en el subconsciente aquellas imágenes eróticas, nunca experimentadas, de sugerentes devaneos en toilettes públicas.

En fin, aquí y ahora no había caso…, ni tampoco partener posible, a juzgar por el sospechoso retraso de su cita que, en principio, tan sólo consistiría en ser el preludio de algo indeterminado, pero de todo punto honesto, con una desconocida.

Al salir del lavabo aún pudo observar como la desinhibida usuaria del wáter de caballeros, cruzaba la puerta hacia la terraza. Siguiéndola con la vista pudo ver a duras penas, estorbado el alcance de su vista por personas humanas y mobiliario, cómo ella tomaba asiento sola, bajo las sombrillas, pero de espaldas sin mostrar su rostro.

No era ella, no podía serlo, no llevaba puesto nada parecido a un foular azul. Así que de nuevo ocupó su sillón frente a la mesa donde la copa de cerveza y el periódico doblado lo aguardaban como mudos centinelas de su confortable rincón de espera.


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Al salir de nuevo al exterior, ella sintió el calor con mayor intensidad. El pañuelo estaba allí aguardando en su puesto tal y como lo dejó. No quiso ya ponérselo, pues aumentaría su sensación de bochorno. Entre tanto, había perdido la noción del tiempo trascurrido. Sacó su teléfono para comprobar la hora.

Eran exactamente las doce y veintidós minutos. No pudo sino sospechar y confirmar que algo raro sucedía allí. No podía ser. Demasiado retraso para una cita que se anunciaba tan prometedora como supuestamente esperada. Estaba a punto de enfurecer. Ató el pañuelo al asa del bolso que colocó sobre la mesa y apenas un minuto después, sin más vacilación, hizo una clara señal al camarero para que pasara la cuenta. Se marchaba. Aquello no tenía sentido. Ni siquiera tenía registrado algún mensaje de él dando señales de vida y, por supuesto, ella no lo iba a hacer, faltaría más. Ni hablar. Pagó y emprendió la huida con bastante enfado, no sin lamentarse y hacerse todo tipo de reprimendas por la suma estupidez de confiar su persona y preciado tiempo a una app de encuentros para maduritos. En casa la aguardaba un minino misifú y algunas macetas con plantitas que eran todo lo mejor que cabía esperar de una pareja que en realidad y con absoluta frivolidad no necesitaba. No está el mundano panorama como para complicárselo aún más.

De camino, sofocada, decidió hacer parada en una gran tienda de moda que nunca cierra los festivos. El termómetro de la farmacia situado en aquella avenida marcaba a la sombra 39 grados centígrados. Se daría un capricho para compensar la decepción de su improductiva salida. En el interior la temperatura era más que agradable, e incluso podría decirse que invernal. Temió haberse pillado un buen resfriado cuando la sobrevino de repente un incontenible estornudo, y después otro, hasta un total de cuatro o cinco seguidos que, no obstante, al cesar la produjeron una placentera sensación de paz, liberadora de las tensiones que tenía acumuladas a cuenta de lo sucedido o, mejor dicho, de lo que no había pasado. Los continuados “achís” actuaron como de interruptor terapéutico, oxigenándola el cerebro, tal que el de un bebé recién despierto. Ahora tocaba salir de oscuros ensueños y pensar en otra cosa, quizás en una falda pantalón, unas chanclas de piscina, aquel carísimo albornoz o tal vez ese vestido de lino para conjuntarlo con un gran sombrero de fibra vegetal, todo, todo rebajado al cincuenta, sesenta o setenta por ciento. Descuentos despreciables para una solemne matinal de achicharradas vírgenes de agosto, pasadas como por las brasas de un san Lorenzo lagrimando aceite hirviendo, en que sus expectativas habían quedado reducidas a un error total del cien por ciento.

Para cuando él daba el ultimo sorbo de cerveza ya había perdido toda esperanza de que apareciese por allí aquel femenino personaje, prácticamente misterioso, con quien había quedado para tomar algo, conocerse y quién sabe qué otra cosa a futuro. Por un instante, como último recurso, pensó telefonear o escribir un mensaje. Aunque si algo la hubiese sucedido, cualquier contratiempo, debiera haber sido ella quien diera cabal aviso o una disculpa, y no él que precisamente aguardaba allí paciente y puntual. En su teléfono no figuraba noticia alguna de su paradero. Así pues, daba por concluido el asunto. En otra ocasión sería… Mejor, se dijo, el no dar inicio ni lugar a amistad con personas que no observan las mínimas formas de cortesía ni respeto hacia la palabra dada. Salió de allí rumbo a la avenida principal sin decidir a dónde. Al pasar delante de la farmacia pudo escuchar a un matrimonio que señalaban la alta temperatura que marcaba el termómetro luminoso, preguntándose si era real o quizás tenía algún desajuste. Cruzó el paso de peatones. Allí estaba un gran letrero que anunciaba las “Últimas y Terceras Rebajas, Hasta del 70%”. Recordó que unos días antes pensó que debía aprovechar el periodo de descuentos y fin de temporada para comprar un paraguas grande como el que perdió en marzo, adquirido en esa misma tienda. Quizás aún tuvieran alguno de aquellos tan amplios. Pasó directo a la sección de “Hombre”. Había bastante gente, el clima fresco del interior invitaba a tomarse todo el tiempo necesario para dar una minuciosa ojeada a todo aquel género expuesto bajo llamativos carteles de rebajas y turbadores tantos por cientos negativos. Encontró todo muy revuelto y fuera de su sitio, así que tras un rato estaba buscando a cualquier empleado para que le indicase si aún tenían paraguas en algún lugar. No le fue fácil distinguir a alguno de ellos. Al final tras varias vueltas encontró a una joven que llevaba puesto el nombre en una placa sobre unos pechos bastante prominentes. Le indicó donde debía de buscarlo si acaso les quedaran.

Allá fue, no sin cierta desorientación a pesar de la simpática información recibida. Ninguno de aquellos restos de temporada sumamente descolocados se parecía a aquel, su paraguas extraviado. Pero escarbando encontró uno diferente que quizás podía servirle dependiendo del precio, que por ahora desconocía porque había sido arrancado. Se lo cogió bajo el brazo y nuevamente fue en búsqueda de aquella empleada de nombre en pechos que amablemente, sin poder hacer otra cosa por él, le remitía a la caja indicándole el camino para que le averiguaran cuanto costaba. Así lo hizo. Había una considerable cola que guardó más que nada por la agradable temperatura. Dos puestos por delante de él distinguió, con total sorpresa, la espalda de aquella señorita del lavabo de caballeros, que ahora llevaba echado sobre los hombros un foular azul celeste. En ese instante sintió un vuelco hacia arriba desde el vientre. No podía ser… O sea que… Era ella.. Una media melena castaña clara y algo ondulada, que más abajo vestía una blusa beige, faldita gris y zapatos de tacón ligero, y ahora además aquel buscado pañuelo de seda que aportaba la ya inesperada y definitiva pista. Pero todavía no había visto en ningún momento su rostro. Sumido entre dudas, trataba de averiguar que podía hacer, cuál sería la mejor manera de acercarse a ella y acabar con el malentendido en sus desencuentros. Salió de la cola, soltó el paraguas en el primer estante que encontró, y se dirigió a la calle donde la esperaría, puertas afuera, con recobrada calma. Así lo decidió instintivamente, casi sin pensarlo.



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Ella aguardaba su turno paciente y pensativa para pagar aquel su futuro albornoz, tan suave y al 70% de su precio, cuando, inesperadamente, se le acercó con gran júbilo una vieja amiga. Hacía una eternidad que no se encontraban. Estaban aún celebrando la ocasión en el momento que la tocaba ya su turno en caja; liquidó el asunto económico con un golpe de tarjeta de débito y continuaron contándose la vida dirección hacia la puerta de salida para ir a tomar algo juntas y seguir en ello. El tiket de compra marcaba las 13:05.

Al distinguirla acercarse en compañía de otra persona, él quedó totalmente noqueado y confundido, e inmediatamente se giró dando la espalda a la puerta de salida, mascullando un amargo, jodido y prolongado, “hummmm”. Todo sucedió tan rápido que siquiera pudo, como de costumbre, entrever nítidamente el rostro de ella. Su plan de abordaje se había desmoronado por completo. Ellas lo sobrepasaron en un instante por su flanco derecho, entretenidas en animada charla.

De nuevo tenia a aquella mujer dándolo la espalda, como la fortuna al ludópata, y escapando de nuevo por los pelos de su alcance, aunque esta vez sabía que era realmente ella, su esperada y malograda cita.

¿Qué hacer ante esa inusitada fatalidad? ¿Sería correcto o aconsejable el acercase a ellas? Quiso de momento aplazar la decisión. Mientras, las seguiría a cierta distancia para eventualmente no parecer un presunto sátiro acosador. Caminó prudente tras de ellas hasta que se detuvieron y entraron en una cafetería. Él quedó fuera, merodeando al disimulo, contando baldosas acera arriba acera abajo con el teléfono en mano como si estuviese atendiendo algún mensaje. De aquel modo le llegaba la feliz, evidente y nada original idea de, efectivamente, escribirla un mensaje.

Buscó el contacto y comenzó a teclear con tiento un saludo seguido de disculpas, explicando brevemente todo aquel fatal e inocente embrollo. Le dio a enviar y…, que fuese lo que satanás quisiera. El teléfono de ella no daba muestras de estar conectado. Sólo pasados unos 20 minutos a la expectativa pudo observar que el mensaje había sido recibido e inmediatamente daba muestras de que desde el otro lado ella escribía algo.

Finalmente, la respuesta llegaba. Se trataba de un corta-pega de lo que ya había visto en la descripción que ella tenía publicada “acerca de sí”, en la app de citas, acompañada de dos fotos ilustrativas frustrantes, la de un gato pardo y unas macetas. El mensaje decía así:

Sin hijos, ni hipoteca. Con la cabeza mejor amueblada que nunca. Sin traumas de anteriores parejas. Mi ratio de mudanzas es de una, cada dos años. Es muy probable que no vistamos igual de bien, que nuestros gustos musicales sean muy diferentes y que tampoco pensemos lo mismo; you show me yours I show you mine.

No tengo coche ni conduzco, si vives lejos te va a tocar desplazarte. Leo los “acerca de mi” tuyos, vuestros, con atención, sin ellos es muy probable que ni te mire. No soy deportista profesional, no tengo un cuerpo diez y la única tableta que me impresiona es de cacao y avellana.

No sé cuándo, ni cómo, ni dónde, pero será… No busco rollos de una tarde. Pretendo un alguien serio, aunque divertido, con las cosas claras y sin problemas psicológicos. Soy educada, simpática, positiva, fiel, leal, sincera y muy cariñosa.

Después añadía: hoy ya no puede ser, quizás mañana…



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