EVOLUCIÓN MONUMENTAL:
La Fachada Oeste de la Catedral de Burgos
© Fernando Garrido, 2023
Técnico superior en gestión e investigación de patrimonio histórico
En Burgos la plaza de Santa María es uno de esos espacios pintorescos irrepetibles que conjugan notables elementos arquitectónicos, decorativos y urbanos con una extraordinaria dimensión artística, histórica y espiritual a la vez que un lugar para la contemplación, el goce y, cómo no, para hacerse una foto con un fondo escénico singular.
Es sin embargo esta plaza poco concurrida por los burgaleses, salvo en días de celebraciones solemnes y sacramentales o en el breve tránsito hacia los servicios religiosos, diarios o de guardar, para los que la Catedral abre su entrada occidental al feligrés.
Como es sabido la construcción de catedral de Burgos tuvo inicio en el año 1221, aunque esta fachada oeste o de Santa María no se comenzó hasta cuarenta años después, cuando ya había sido concluida la planta principal y celebrada la consagración del templo. Pero aquella primigenia elevación sólo presentaba en altura dos de sus tramos, que fueron acabados hacia el año 1280.
A partir de ahí la fachada de Santa María fue incrementando su monumentalidad, altura y ornamentación a lo largo de siglos, pero también sufrió los estragos del tiempo y, más tarde, algunas transformaciones formales no siempre acertadas.
Hay que tener presente que la evolución o suma estilística ha sido una constante en la vida de las catedrales góticas en el reino de España. Ninguna de ellas se empezó y concluyó en el tiempo del proyecto inicial, al que durante siglos se fueron incorporando y añadiendo las novedades técnicas y estilísticas de cada siglo.
Sea como fuere, la esbelta silueta flamígera que hoy contemplamos puede decirse que quedó fijada en la segunda mitad del siglo XV, con la incorporación de las agujas flameantes de las torres y sus cuajadas filigranas, junto a otros elementos debidos Juan de Colonia, que aportó las novedosas exuberancias góticas traídas de su tierra natal que el maestro llevaba de apellido.
Pero a decir verdad, lo que nosotros llamamos ahora estilo gótico fue denominado en aquellos siglos “estilo moderno”, tal como queda reflejado en los documentos referidos al encargo de proyectos, donde se especificaba si el edificio u objeto sería realizado a “la moderna” (gótico) o a “la antigua” (románico - clasicista).
Es sólo a partir del renacimiento cuando ese estilo “moderno” que supuso una revolución en el modo de construir que amplió extraordinariamente las posibilidades monumentales, pasa a ser considerado arcaico, viejo, medieval… y de esa percepción más bien despectiva viene el nombre con que ahora lo conocemos, el gótico: estilo de godos, exótico o de bárbaros.
Más tarde la mentalidad dieciochesca irá considerando a las catedrales monumentos acabados y por tanto plenos. Esto significara que la suma estilística que había venido desarrollándose en ellas quedaba clausurada según la nueva concepción ilustrada y academicista finisecular. Criterio que se vería afianzado a lo largo del siguiente siglo XIX, y que en gran medida perdura en la actualidad.
Con todo podemos decir que la evolución de nuestras catedrales responde a la percepción temporal reflejo de una mentalidad y de una manera de entender el mundo y la fe.
Por esto el programa iconográfico de las fachadas catedralicias católicas se opuso los principios que, en enconado debate, rechazaba la Iglesia que quedó adherida a la ortodoxia oriental con sede en Bizancio.
Así, frente a los postulados iconoclastas contrarios a la representación de lo divino y su creación por constituir,
groso modo, una suerte de idolatría pagana, el argumento fundamental en contra apuntó victorioso en la Iglesia occidental a la libertad expresiva ante la necesidad de evangelizar e instruir en la fe y las Sagradas Escrituras a los fieles.
Desde esa concepción, lo representado mediante figuración es la Biblia que se lee en imágenes, o lo que es lo mismo: el Libro para las gentes no alfabetizadas.
Gracias a esa concepción, hoy contamos con notables ejemplos de fachadas góticas donde apreciar magníficos programas escultóricos; aunque habría que decir también que, lo que a nuestros antepasados ágrafos les fue común y sencillo leer en aquellas pétreas páginas verticales, hoy nos resulta difícil y quedamos convertidos en perfectos ignorantes ante el lenguaje figurativo del pasado.
Lamentablemente hoy los currículos educativos prescinden de ese tesoro que es el acervo filológico e iconográfico de nuestra civilización occidental, cuyos paradigmas culturales son tributarios del mundo greco-romano a través del cristianismo.
Volviendo a la fachada occidental de la catedral de Burgos, además del nombre de Santa María y del Perdón, recibe el nombre de Real, nomenclatura catedralicia recurrente a la que responde el programa estatuario de monarcas que se solazan mirando de frente al ocaso (ilustración 1).
En su despliegue iconográfico pueden apreciarse figuras reales del siglo XIII en adelante.
Pues es de destacar que la catedral de Burgos posee un número importante de esculturas originales del siglo de su fundación, al que sólo se la acerca en España la de León y en Europa alguna de las francesas.
El repertorio estatuario del siglo XIII, asoma en la balconada central del tercer tramo con ocho reyes de desigual factura y dimensiones, lo cual indica que posiblemente tuvieron otra ubicación1.
A ambos flancos, en las cornisas, contrafuertes y husillos de las torres se distribuyen piezas de los siglos XV y XVI, que representan personajes, coronados o no, de difícil identificación por no presentar atributos que den pistas concretas de su filiación2. Todas las figuras están revestidas según el uso y la moda del siglo en que fueron creadas según el ideal de rey, caballero o dama de su época.
Por su parte, aquellas figuras más antiguas fueron sustituidas a finales de los años noventa por réplicas fabricadas en resina y morteros minerales a partir de moldes obtenidos de las originales que, tras ser restauradas, pasaron a ser expuestas en el interior del claustro catedralicio protegidas del profundo deterioro que habían sufrido por el paso del tiempo cara al exterior. Deterioro que no era nuevo, pues ya existieron en el pasado otras intervenciones documentadas para rescatar a aquellas reales figuras de la ruina. Pero esta última fue criticada desde algunos sectores que no deseaban ver piezas “falsas” en la fachada; aunque en realidad esas copias no se diferencian en nada de las originales contempladas, como es físicamente obligado, desde la distancia.
Una operación acertada porque evita para siempre riesgos y daños, como los que tan fatalmente fueron sufridos por la estructura y el aparato escultórico decorativo de las tres portadas góticas del siglo XIII, que supuso su desaparición definitiva a finales del siglo XVIII.
De aquel largo proceso de deterioro existe constancia documentada en los libros de cuentas de la Fábrica de la Catedral, donde se contabilizan gastos continuos al menos desde el siglo XVII para distintas actuaciones sobre la fachada y su portada.
Así, en 1663 las puertas y tímpanos góticos originales de las dos puertas laterales, fueron sustituidos por nuevos elementos de traza barroca que hoy perviven.
Más tarde, entre los años 1753 y 1769, también se desmontaron y repararon algunas estatuas de las portadas y del resto de la fachada al encontrase en estado ruinoso a causa, entre otras circunstancias, de un gran temporal habido hacia aquella primera fecha. Además, por pagos realizados, existe evidencia del encargo de pintar alguna pieza de la portada. Esto último nos habla de que aún a mediados del siglo XVIII al menos parte del estatuario estaba policromado, una de las características que hoy de común desconocemos sobre la cotidiana realidad de los monumentos del pasado.
Por desgracia, no nos ha quedado testimonio gráfico lo suficientemente explícito sobre aquellas primitivas portadas góticas desmanteladas. Sólo existe un grabado (ilustración 2) publicado por el Padre Florez en el tomo XXVI de su monumental obra la España Sagrada que, fechado en 1771 y firmado por Navarro, nos ofrece una vista muy esquemática donde se observan ya los elementos barrocos añadidos en los tímpanos de las dos portadas laterales, producto de aquella intervención renovadora de 1663.
Contamos además con algunos otros testimonios escritos que arrojan una tenue luz sobre su original fisionomía. El primero que habla de esto lo encontramos en un manuscrito anónimo de entre los siglos XVI y XVII, donde bajo el título de Figura de Burgos, dice:
“(...) es llamada la Real, por ser obra suntuosa y de rara escultura. En la cual sobre tres puertas están muy al natural, relevados Don Fernando el 3º y San Francisco y Santo Domingo, cuando la vinieron a visitar con las mismas ceremonias con que allí les recibió. Todo el restante de la dicha portada, es obra de imágenes y tabernáculos de sutil escultura"1.
En otro manuscrito, fray Bernardo de Palacios, escribe en el año 1729 a propósito de la puerta central:
"Está adornada esta puerta con muchas, varias y hermosas figuras del natural de Santos y Profetas y su arco con otras muchas figuras de Apóstoles y Evangelistas y otras diversas figuras que todas ellas están repartidas con bellísimo arte y disposición. En el medio de ella por coronación están las personas de la Santísima Trinidad y más abajo el tránsito de la Reina del Cielo. Esta puerta divide en dos una grande pilastra en la que se mira una imagen muy preciosa más que del natural de María Santísima"2
.
Existe también una brevísima descripción fechada en 1788 por Antonio Ponz en su Cuaderno de Viaje, donde informa de que el tímpano de la portada central representaba la asunción de la Virgen con, “multitud de ángeles y santos colocados en hileras, que aunque parece cosa impropia, no deja de causar cierta armonía”.
El mismo Ponz, se refiere también al mal estado de la fachada, dice: "entre los ornatos de la arquitectura se ven varias estatuas destruidas en gran parte y consumidas del tiempo".
En efecto, a finales del siglo XVIII el diagnóstico sobre la situación de la portada llevo a algunos especialistas de la época a determinar que era precisa su extirpación y sustitución.
Cirugía drástica, no exenta de controversia, que finalmente se practicó según el modelo estilístico pujante del momento. El debate surgido entorno es necesario encuadrarlo en los cambios de mentalidad que trae el siglo XVIII, donde la nueva estética neoclásica y las ideas ilustradas que anidan principalmente entre las élites academicistas se oponen al persistente estilo barroco.
Para entender mejor aquel momento de transición entre la Edad Moderna y la Contemporánea, del barroco al neoclasicismo, es preciso tener presente la fundación de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1752, que vino a suponer una gradual derogación del viejo sistema de gremios y la implantación del ideario ilustrado.
A partir de ese momento será la Academia la encargada de habilitar a maestros de obra y arquitectos, regular el sistema de enseñanza y capacitación para dichas actividades, al tiempo que difunde las ideas del neoclasicismo y va acaparando autoridad omnímoda sobre las artes. La institución, cuya liberalidad estaba respaldada y limitada por el gabinete real, promulgaba disposiciones encaminadas a aumentar su influencia y control en todos los órdenes de las artes.
La Real Academia, a través de sus miembros numerarios y asociados, investidos de toda la legitimidad y autoridad científica, ética y estética, tendrá la capacidad de autorizar, proyectar, dirigir, tasar y juzgar las iniciativas artísticas, especialmente en el ámbito de la arquitectura.
Llegará también entonces lo que podemos llamar el principio del final de la historia de las catedrales españolas, consistente en el cierre de las últimas adiciones y transformaciones que se venían sucediendo desde la lejana Edad Media.
Ahora cualquier intervención en el monumento, ya fuese su reparación, reforma o la adición de elementos adaptados a nuevos gustos, necesidades o funcionalidades, se ejecutaría conforme a un cada vez más riguroso historicismo ético-científico.
La presencia de la Academia fuera de la Capital y Corte, tendrá su reflejo en el ámbito local con medidas como la recomendación o imposición por la cual los arquitectos mayores consistoriales y diocesanos habían de pertenecer a ella o gozar de su expresa habilitación. Y según fueron señalando distintas disposiciones reales, las instituciones locales, civiles o eclesiásticas debían presentar ante la Academia aquellos proyectos que pretendiesen materializar para su supervisión.
Naturalmente en las filas de la Real Academia de San Fernando se encontraban también eclesiásticos ilustrados, encargados de implementar vicariamente los criterios de la Academia a sus respectivas diócesis.
En Burgos hacia la segunda década del XVIII fue primero Fray Pedro Martínez, maestro mayor de la Catedral, quien defendiendo el cientifismo proyectual y mostrando una cierta reticencia por la exuberancia decorativa vigente, no gozó sino de una desigual fortuna en medio de una sociedad civil y clerical anclada aún en el barroco y la vieja tradición gremial.
Pero esta situación cambiaría con el discurrir del siglo, inicialmente a través de la figura del arzobispo Rodríguez Arellano (episc.1764-1791), quien favoreció los nuevos planteamientos del neoclasicismo en su diócesis.
Ese prelado fue ferviente admirador y amigo de Antonio Ponz (1725-1792) -citado anteriormente- notable académico que fue secretario de la Real Academia desde 1776 y una de las figuras más influyentes en defensa del nuevo programa academicista en España.
También el arzobispo Arellano tuvo como colaborador al burgalés Fernando González de Lara, único arquitecto en la ciudad que, por ser académico de mérito, gozaba en aquel momento de la habilitación que por ley se exigía.
Ello hizo que desarrollase en la capital una gran actividad en la dirección y ejecución de numerosas obras. Entre ellas se encuentra la intervención en la portada de Santa María, cuya restauración y reforma se vio afectada de manera contradictoria entre diatribas sobre la reforma en el pujante nuevo estilo neoclásico y la nueva ola historicista que, considerando terminados los templos antiguos, abogaba por su restauración o reposición según su estilo original.
El inicio del proceso de desmantelamiento y sustitución definitiva de las portadas góticas, puede situarse en el año 1789, cuando el arquitecto, académico y miembro de la comisión de arquitectura de la Real Academia de San Fernando, Alonso Regalado Rodríguez, recomienda al fabriquero de la Catedral Diego Bernardo de Oruña que, entre otras actuaciones, en el atrio de entrada se elimine el mainel o parteluz de la puerta central aduciendo de manera vehemente que,
“el poste que tiene en medio con una imagen de Nuestra Señora que parece un ahorcado, (…) está convidando a que se dé de testeradas el que vaya a entrar por la puerta, (…) por la comodidad y majestad que deben tener las Catedrales"1.
La sugerencia de Regalado fue muy del agrado del fabriquero y del arzobispo Arellano, quienes pusieron el proyecto en manos de González de Lara para que, junto al propio Regalado, diseñase las trazas de la nueva puerta.
Tras una valoración del estado de la portada hecha por Lara, este determinará que en el dintel, el tímpano y el arco góticos de la puerta principal existían importantes grietas y daños estructurales que amenazaban ruina, haciendo necesario un proyecto más amplio y profundo a fin de evitar daños mayores.
Así, las actuaciones para sustituir la portada con una solución neoclásica se ponen inmediatamente en marcha ese año de 1790, contando el proyecto con el entusiasmo y la financiación del arzobispo.
Pero esta iniciativa no contaba con el preceptivo visto bueno de la Real Academia que, según una circular de 30 de agosto de 1789, ordenaba a todos los prelados del reino no realizar obra alguna sin previamente enviar el proyecto a la propia Academia para su examen y aprobación. Por ello, en septiembre de 1790, la obra fue paralizada por una inesperada Real Orden que exigía fuese enviado el dibujo de la fachada en su estado original y del nuevo proyecto, para que la Academia diera en su caso la aprobación. Esto lógicamente conllevó el disgusto de sus promotores que debieron enviar la documentación demandada y quedar a la espera del dictamen de la Academia.
Antes de finalizar el año 1790, la Real Academia se pronunció en sentido desfavorable al proyecto de Lara, a pesar de que había contado con la colaboración de Arellano, uno de sus insignes académicos, a quien de manera ambigua exculpaban por haber sido en cierto modo utilizado o manipulado, ya que según decían era un académico plenamente identificado con los postulados de la institución. Al tiempo que, en esa misma circular, se reprochaba la conducta improcedente de las otras partes involucradas en la intervención. Además, se dictaminaba que debía ser repuesta la puerta gótica, porque la neoclásica chocaba con el estilo del resto del templo; pero que como la obra estaba muy avanzada, deberían integrar ambos estilos de la forma más adecuada posible, dejando con esto la puerta abierta a una nueva interpretación del proyecto.
Ya en febrero de 1791, la Academia da vía libre para que continúen las obras imponiendo una serie de modificaciones; aunque precisando, para salvaguardar el buen nombre de la Academia, que la obra no se había hecho bajo su dirección ni aprobación, y que en adelante se observasen con la mayor exactitud las Reales Ordenes al respecto.
Nuevamente en mayo de 1791, la comisión de arquitectura de la Academia, examinó las modificaciones trazadas por González de Lara con arreglo a las premisas impuestas, haciendo otra serie de consideraciones, al parecer ya definitivas.
Así, lo que había comenzado alegremente y con celeridad, no fue concluido hasta 1805, en que las portadas quedaron tal y como hoy las contemplamos, con la puerta central bajo el tímpano desnudo de la antigua ojiva y su traza neoclásica rematada con frontón sobre el cual se colocaron unas rosetas góticas que, de manera chocante e insólita, quieren conjugar ambos estilos.
No es de extrañar que muy pronto aquella reinterpretación neoclásica fuera muy cuestionada. Y entre otros, por el prestigioso arquitecto Vicente Lampérez y Romea, restaurador e historiador de la arquitectura que, entre finales del siglo XIX y principios del XX, desarrolló en Burgos una amplia labor en diversas restauraciones y otros proyectos en la Catedral y su entorno urbano inmediato. Lampérez fue defensor de las restauraciones en estilo, mostrandose partidario de devolver a la portada su aspecto gótico original, suprimiendo la obra de González Lara.
Actualmente es opinión generalizada que, si bien es cierto que la suma de estilos en monumentos como las catedrales las ha enriquecido notablemente, existen determinadas piezas, como en este caso la fachada oeste de Burgos, en la que la concepción genuinamente gótica con su diferenciada evolución, no admite bien las formas neoclásicas sin afectar a su armonía y percepción estética.
El resultado de aquella operación es el que hoy está a la vista, y cada cual puede juzgar el remedio aplicado por aquellos doctores dieciochescos; aunque en su descargo siempre se puede aducir que fueron hombres coherentes con las concepciones, ideas y conocimientos teóricos y técnicos propios de su tiempo, y que el cambio estilístico fue aplicado conforme a ello con cierta honestidad. Pero es un hecho que la obra de Lara ha sido ampliamente criticada según fueron calando, primero entre los especialistas y después en la sociedad, los enunciados de la pura restauración o restauración en estilo de las obras del pasado.
Muchas son y han sido las voces que clamaron por la repristinación de las fachadas a su traza primigenia y, cuando se conmemoraba el séptimo centenario de la fundación de la Catedral, el cardenal y arzobispo Juan Benlloch y Vivó lo hizo patente en su carta pastoral "El Arte y el Culto". Aunque el fragmento es algo largo, creo que merece la pena:
“(…) trabajemos con el mayor empeño por la completa rehabilitación del arte religioso en todas sus manifestaciones, conservando y estudiando diligentemente los preciosos ejemplares que nos quedan de las obras de sus mejores tiempos, recogiendo amorosamente los fragmentos de estatuas, relieves, tablas y de todo cuanto contenga el menor vestigio de la antigua cultura; desenterrando inscripciones, examinando códices y documentos, registrando los viejos cantorales y archivos de música, haciendo lo posible por descubrir los tesoros de arquitectura, escultura y pintura sepultados bajo el yeso por la barbarie del Renacimiento o relegados al abandono o torpemente desfigurados por restauraciones inconscientes.
Con ello además de salvar sagrados intereses de la Iglesia y de vindicar el recuerdo de nuestro glorioso pasado, perfeccionaremos nuestro gusto estético y el del pueblo fiel conforme al sentir genuinamente cristiano y conseguiremos que el arte ejerza cumplidamente la sagrada misión que tiene señalada.
(…) Otro deseo que abrigamos es la restauración de la portada principal, que, por hallarse deplorablemente deteriorada, fue sustituida en el siglo XVIII por una construcción cuyo estilo y pobreza desdicen sumamente de la belleza y suntuosidad de la fachada (…) para que la generación presente dé reparación cumplida a la falta de aprecio a la grande obra de nuestros mayores que parece significar el dejarla abandonada en esta necesidad y el no haber conservado cuidadosamente una de sus partes más bellas e importantes. El error de una época de mal gusto, del cual no es responsable el dignísimo Cabildo, viene implorando, como los pobres que solían sentarse en aquel sitio, conmiseración y enmienda a las generaciones que por aquellas puertas entraron para gozar de los portentos de belleza que encierran las augustas naves a que dan acceso. Este triste espectáculo no debe subsistir más.”
No puede negarse la explícita elocuencia del
Cardenal, desfavorable de todo punto a aquella obra de González Lara y su resuelto propósito de enmendarla; cosa que evidentemente no sucedió; aunque otras voces y propuestas similares no faltaron a lo largo del pasado siglo.
Una de ellas la formulaba Marcos Rico Santamaría, polifacético e insigne arquitecto burgalés que se ocupó de algunas obras y restauraciones en la Catedral en la segunda mitad del XX, que abogó por la reconstrucción de la estructura gótica primitiva, aunque dotándola “del complemento escultural en imaginería atemperada a nuestro tiempo"1. Pero su intención quedó en mera apelación retórica y propuesta gráfica (ilustración 3).
Como tampoco tuvo consecuencia la última iniciativa, ciertamente discretísima y particular, que se produjo en el año 1995. La idea partía al parecer del profesor Melchor Peñaranda Redondo, materializada en unos dibujos de Jesús San Eustaquio (ilustración 4). Obra que fue expuesta ese año en una muestra en la sala de la Caja del Círculo en el Paseo del Espolón. Esa iniciativa, inspirada en el grabado publicado por Florez2, dejaba bien clara su posición formulada en el título, que decía:
“Propuesta de reconstrucción de la triple portada inspirada en el grabado publicado en la España Sagrada del Padre Flórez, que muestra su aspecto anterior a las destructivas reformas de la segunda mitad del siglo XIX3, que las redujeron a su triste aspecto actual”4.
No se puede concluir la lista de intentos sin referir la ultimísima intervención que se anunciaba para el año 2021, dentro de la conmemoración del octavo centenario de la Catedral.
Se trata de la sustitución de las puertas de madera por otras nuevas en bronce, creación del gran artista castellano Antonio López (ilustración 5).
La propuesta añadiría al Templo aires del tiempo presente, cosa que no sucede desde hace prácticamente dos siglos. Pero nos encontramos de nuevo ante una polémica creada respecto a su adecuación o encaje estético en el conjunto. Quien suscribe ahora estas líneas se ha posicionado a favor de la iniciativa en distintos artículos porque supone, a grandes rasgos, la oportunidad de dotar a la seo burgalesa de la obra de un artista contemporáneo reconocido como uno de nuestros grandes; e independientemente de que el resultado pueda disgustar a algunos, el mero hecho de contar con una creación de López añade el valor, la singularidad y exclusividad de una firma que no se prodiga, pues es conocida su escasez y lentitud, de ahí que suponga un honor la aceptación de un encargo que muchos otros (particulares e instituciones) desearían poder hacer.
De otro lado las puertas de López, entendidas como un tríptico que retoma el lenguaje figurativo como expresión de fe, entabla un fértil e interesante dialogo con los otros elementos que, como hemos visto, se han sucedido en el tiempo alterando el proyecto inicial y en este punto creo que lo contemporáneo sirve de potente nexo entre pasado y presente, dando un mayor sentido y mejor ligazón a los desajustes estilísticos precedentes.
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Bibliografía
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