HISTORIA DE UN BREVE METRO CUADRADO

F. Garrido • 9 de noviembre de 2025

HISTORIA DE UN BREVE METRO CUADRADO

Un relato de Fernando Garrido


© Fernando Garrido, 2025


Érase aquel un metro cuadrado cuya foto ni precio figuran en Idealista, porque no se anuncia ni está en venta, tampoco en arriendo o alquiler. Es un metro cuadrado público, uno de tantos dibujado en damero de losas y adoquines, no muy distinto a los miles que existen en la ciudad, intercambiables por cualquiera otro, en casi nada diferente en su vulgar apariencia tosca o pulida, conformando un simple y llano metro cuadrado peatonal que nadie mide, perimetra ni precisa escuadrar.

Se deambula inconscientemente sobre él, dejándolo atrás con una, dos o tres zancadas que transcurren en apenas un instante vacío sin pena, gloria ni sobresalto, y el metro permanece ahí, inánime, pasivo, inmóvil, recluido en su cuadrícula mineral, enlucida, rugosa o berroqueña, aguardando que el próximo transeúnte lo pise y, sin sentir, lo sobrepase embargado en sus ocios y negocios, o en nada, abstraído el pensamiento entre las espesas nieblas de la conciencia.

Sucedió allí, azarosamente, en ese impreciso cuadrilátero de un metro por costado, o si se prefiere de diez decímetros cabales equivalentes a cien centímetros o a mil milímetros cuadrados legales, canónicos, de pavimento salpicado, moteado con un negruzco sarpullido de lunares de goma de mascar usada, exhausta e inservible, incrustada como líquenes o costras fósiles que guardan ADN seco, inane, pero latente de salivas azucaradas que tal vez experimentaron el sabor canela, la menta, el plátano, fresa o la clorofila inyectada en su elástica materia, ahora transmutada en singulares lapas disformes, metamórficas, víctimas de su intrínseca adherencia, comprimidas y casi inasequibles al desgaste sobre el domesticado mampuesto calizo o granítico, siempre impertérrito al inclemente roce del tiempo y la presión de suelas, ruedas, bicicletas, carros de compra o maletas de viajero.

Un metro cuadrado polivalente, receptor de pequeños desperdicios e inmundicias arrojadas sin mayor desconsideración: cenicero de colillas mal apagadas, cáscaras de peladillas, envoltorios de poca cosa, escupidera ocasional,  rosarios de partículas moleculares sin identificar y tickets de compra desechos en pedacitos que el viento mueve, voltea y desplaza planeando desde las parcelas colindantes, para luego ser arrastrados por las aguas de lluvia o el manguerazo del servicio municipal de limpieza y desaparecer tragados en los desahogados sumideros si antes no alcanzasen a ser barridos por esos seres que, uniformados con chillones tonos flúor, tocan contra el suelo su soez y seseante arpa de escobón, compitiendo con el atronador motor orquestado del camioncito de aspiración que, pase misí, pase misá, tantas veces indulta al terco desperdicio del saco de basuras.

Era aquel un metro cuadrado más del que, sin embargo, la Historia no nos cuenta nada, aun formando parte de aquella tierra firme conquistada al Eón Arcaico por furiosos terremotos y vómitos de volcán obedientes al capricho de antiguos dioses hidrofóbicos, alérgicos a la inmensa masa de agua de un pretérito océano global. Una conquista olímpica que sucedió cuatro mil millones de años ha. No obstante, ahora, sobre ese mismo territorio adquirido por el fuego a la salada mar pesan y se pagan impuestos y derechos de usufructo hereditario para la colectiva participación en el permanente drama tragicómico humano, generacional y sucesorio.

Un metro cuadrado que al mismo tiempo se halla habitado a título gratuito de aire y polvo en suspensión, donde moran ácaros y diminutos insectos, pelusas y vilanos que en franquía navegan al viento sin timón; éteres y organismos microscópicos ignorantes de tasas, portazgos o aranceles, inmunes a los precios del mercado inflacionario, porque tampoco entienden de cestas de compra ni carburantes, de distancias ni fronteras geográficas, de límites geométricos u horarios, ni del hipotético meridiano de Greenwich, ni de especulaciones con el sistema métrico decimal.

Un metro cuadrado donde apenas pareciese que nunca pasa nada excepcional, sólo el discurrir de presencias fútiles y de breves estancias efímeras, pausadas o frenéticas, que trotan sobre piernas modeladas o torcidas, sanas o varicosas, siempre en tránsito hacia otros sitios, lugares u hogares. Un metro cuadrado fugaz sin esquinas reales ni visibles, sin efectiva delimitación ni consideración histórico artística, sin nombre propio ni notarial título de propiedad.

Un metro cuadrado que, queriendo, podría ser inscrito dentro o fuera de un círculo, en una imaginaria circunferencia que perfeccione, redondeando, su rígida e insensata cuadratura, angulosa, antipática, casi agresiva. Pero sería vano esfuerzo de artista petulante circunscribirlo en innecesaria curvatura, si sólo ha de servir para ser caminado mediante la más eficaz, sencilla  y corta línea recta, trazada con tiralíneas de calzado entre dos puntos, sin mayores rodeos, comas, subordinadas, elipses ni circunloquios.

Es, este, en definitiva, un metro cuadrado desapercibido, ignorado, sin reconocimiento ni acuse de ser recibido ni saludado, aunque solícito se muestre cada día sin cabal indicio de su esencial cometido ni verdad, porque nadie lo piensa como es. Pues siendo el gran ignorado y centesimal punto en el mapa planetario, constituye, sin embargo, un átomo necesario e imprescindible para que el tiempo y el espacio no sufran una irreversible y misteriosa brecha de consecuencias cósmicas terribles, física y metafísicamente insospechadas.

Un punto casi imperceptible en Google Maps, aunque ampliable, que a capricho se acerca o se aleja, se estira o se comprime, sin dejar de ser ese teórico paralelepípedo de cuatro esquinas que el meticuloso geómetra tasa y define como el abstracto encuentro de un cuarteto de segmentos tomados de una línea recta que confluyen y se unen para cerrar un espacio, generando cuatro ángulos de 90 grados, ya sea al sol o a la sombra, con luz u oscuridad, necesariamente eternos y a priori sintéticos.

Una pequeña unidad teorética en el múltiple plano bidimensional sobre el que pueden alzarse caballeras perspectivas, volúmenes, bienes muebles e inmuebles, objetos de bulto y culto redondo, naturalezas muertas o dotadas de vida y con alma humana, alquimia divina y movimiento cinético. Un metro cuadrado al que sobrevuelan las aves, las aeronaves, las nubes y tormentas, los ovnis, satélites e indefinida materia cósmica. Un metro cuadrado que es, en fin, una proyección espacial desde el más acá hacia un hipotético e improbable infinito y la ilusión de eternidad.

Pero, siendo fundamental este metro cuadrado en el orden del universo, ahí está, siempre a seis mil kilómetros sobre las calderas de la Tierra, obligado compañero del giro planetario, trazado sin tintas, cautivo en el plano horizontal mediando como límite involuntariamente categórico entre un arriba celeste y un abajo telúrico que conforma la sólida frontera tangible y real entre el ignoto subsuelo aterrador y el diáfano e imprevisible medioambiente urbano, siempre agitado, ruidoso, poluto y vital, allá donde golpea el bastón del ciego, se orina y husmea el can, el niño bota su pelota, escupe blasfemando el maldiciente y la hormiga se disputa con el pájaro y la musaraña microscópicas pepitas de alimento en situación de libre abandono y albedrío.

Era aquel un metro cuadrado, uno de tantos, sin embargo, fundamental y necesario para la humanidad, aunque intercambiable por cualquier otro y no tan distinto a los cientos de miles que existen en esa u otra ciudad. Pero, en su excelsa singularidad, podría ser declarado como un cuadrilátero célebre y solemne, como un santuario o tal vez un escenario escabroso para la policía, un juez, un periodista o un perito de seguros, donde, quién sabe, podría haberse cometido un crimen, derramarse veneno o sangre, suceder un tropiezo, quebrarse un tacón o una pierna, desprenderse un pañuelo o una cartera, perderse un guante, volar al viento un sombrero, doblarse un paraguas, caer en la cuenta o en el olvido de algo, suspender la conciencia, viajar en el tiempo o migrar el santo al cielo.

Y sucedió que cualquier mañana, antes de que el sol cruzase el meridiano y las sombras se achataran, en ese metro cuadrado se detuviera el caminar de una mujer que reconoce y saluda a un hombre que allí no la espera ni aguarda.

Ella lleva los ojos encelados tras dos lunas postizas, grandes, brillantes, de espéculo, en donde se refleja la coraza de hierro dulce que lleva su oponente, y que ahora se abre por efecto del reflejo cegador del irresistible cristal plateado de aquella cruel, hechicera y gorgónica mirada.

Él, aunque esquivo, enrojece al ser rozado por las cuchillas que le lanzan unos labios que, mudos, rezan conjuros en letras capitales de abecedario carmesí. El metro cuadrado no se estremece, no los siente, no se excita, altera ni deforma, no se preocupa ni asoma; no llora, no ríe, no se alegra ni padece, no mira, no ve, no escucha y nada celebra.

Ignora todo, porque sólo es un inerte, asexuado y prosaico metro cuadrado que un día cualquiera, como ese, podría erigirse en lugar sagrado que trascienda los tiempos como símbolo, leyenda o mito de una breve e inopinada confluencia entre dos almas mortales que ofician en él un sacrificial choque de miradas que perecen frente a frente para iniciar un apócrifo drama de amor profano y divinas comedias. Porque hay metros cuadrados que callando, sin pronunciar palabras, nos lo dicen todo o no dicen nada.


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