© Fernando Garrido, 12, VI, 2022
Hace unos días, a raíz de un artículo que publiqué, nuestro cordial amigo Pepe Domínguez, toledano de toda la vida que regentó el castizo y tradicional establecimiento de frutos secos de la calle Pescaderías, me puso un wasap. Se manifestaba complacido por un concepto que usaba en aquel artículo. Se trataba de la fórmula “los últimos del Casco”, con la cual me refería a los cuatro pelagatos pardos que residimos en el Centro Histórico de Toledo.
Gracias a la estimable apreciación de Pepe, he decidido que acaso debo convertir en costumbre la “feliz” metáfora; aplicando ya por siempre ese epíteto a los que vivimos, tal que aquellos de Filipinas abandonados, resistiendo hoy tras las murallas del Casco toledano.
Los últimos del Casco somos, en efecto, un famélico contingente con bajas permanentes, sin esperar refuerzos.
Resistimos y residimos dispersos dentro de las cien hectáreas de laberintos ceñidos por muros y el río Tajo. Tan separados los unos de los otros que pasan incluso años sin vernos, y cuando eso sucede ya ni siquiera nos saludamos ni reconocemos. Deambulamos por las calles taciturnos y desorientados entre el tráfico y los coches aparcados en todo hueco, junto a basuras, pivotes, desconchones, socavones. Somos bombardeados por roedores alados y absorbidos entre el gentío que visita la ciudad, o de aquellos otros ¿toledanos? de los que nada sabemos, pero que suben a contemplar los especulares artificios que, con obsolescencia programada, los mandamases preparan para engolosinar a la plebe y rendirla cautiva de su magia. Oropeles, trampantojos y tramoyas que camuflan una ciudad sin embargo carcomida por el desdén y la traición que ha trasmutado al Centro Histórico en efímero e histriónico mercachifle de usar y tirar.
Los últimos del Casco, sin héroes ni gloria, arrostramos un asedio sin cuartel.
No es el único padecido aquí, intramuros. Recordemos: el moro Musa y Tarik en 711, los Abderramanes en los siglos VIII y IX, Alfonso VI en 1085, escaramuzas realistas y comuneras en el XVI; y el último en el siglo XX, cuando en 1936, los “civilizados” republicanos redujeron a escombros el Alcázar para acabar con un puñado de hombres mal armados, mujeres y decenas de niños; ahora algún imbécil escribe que, en última instancia, lo hicieron para liberarles de sus secuestradores que eran aquellos padres y esposos que sin embargo defendían Toledo de los fusilacristos.
Qué miserable se puede llegar a ser “señor” Miranda y que manera más fea de deshonrar, a cambio de un saco de gamusinos, a don Rufino, su honorable padre y a todos aquellos que perdieron la vida a manos de las hordas que, ayer como hoy, desprecian la historia y la verdad destruyendo todo cuanto somos y hemos sido.
Los últimos del Casco vagamos espectrales fantaseando al doblar cada esquina con encontrar en nuestras viejas calles el ajetreo de antaño, buscando quizás aquel negocio de ultramarinos, la verdulería, la tahona, la mercería, y ver a lo lejos a nuestras madres hacer la compra diaria con su cesta; o inexplicablemente sentimos el recuerdo del olor característico que asomaba a las puertas de aquellas tabernas que eran lugar común de encuentro para el chato y la partida.
Queremos escuchar, pero no oímos, el griterío de los chavales en las plazuelas despejadas, y encontrarnos ahí en medio al niño que fuimos y somos, jugando al churro o a las canicas, o a nuestras hermanas y vecinas saltando la goma, la comba o sobre el tablero de piter dibujado a duras penas con tiza en los empedrados.
Los últimos del Casco nos alegramos cuando encontramos -quizás cadáver o aún vivo- algún establecimiento tradicional resistente.
El de frutos secos de José Domínguez, hoy regentado por Valentín, es uno de esos negocios que ha sobrevivido entre las quincallas magnéticas para nevera, los chinos multiversos, y las clónicas e inquietantes tiendas de lamparillas del moro muza alrededor de la mezquita Tornerías, que invitan a pensar que existe un plan (¿saudí?) para asaltar un día un suelo que la ley islámica impele a defenderse con sangre si es preciso. Piensen por favor en ello…
Los últimos comercios tradicionales del Casco son nuestra escuálida logística acantonada.
Pasar por la Calle Ancha es encontrarse con nada que nos interese de verdad y ante los fósiles de alguna actividad pasada: por ejemplo, están aún, pero cerrados y con distinto grado de momificación, Casa Montes y La Favorita; y un zombi Marciano que, sin horario de cierre ni apertura, sabemos tan bien como los sombreros del escaparate salpicado con palomina, que los marcianos del Casco, como los de la iglesia filipina de Baler en la isla de Luzón, estamos ya derrotados de antemano.
(Continuará)