© Fernando Garrido, 15, I, 2024
Odiar a un mercader de decretos ley es delito. Odiar a un grafitero de BOE también. Odiar a quien roba, miente siempre, insulta y destroza vidas, lo mismo.
Sin embargo, España está sufriendo las legislaturas del odio de Estado. Del odio a la verdad, de leyes para odiar y perseguir a cualquier amante de la verdad.
Pero prohibir el odio es como amar por obligación. Son imposiciones humanamente imposibles. En eso estamos progresando. Es la intervención intrusiva de la ley en los sentimientos personales de cada cual.
El intervencionismo hoy no conoce límites, y siempre avanza con conquistas camufladas de derechos sobre lo material e inmaterial, sobre los bienes, las actividades, las mentes, la cultura y también hacia los lugares recónditos del alma.
El delito de odio es una aberración que prescribe implicitamente el amor universal como obligación a una utopía, que lo es, sí, contra la libertad.
Lo legislado a tal propósito va más allá de lo que pudiera ser la justa pena o condena impuesta a una agresión, o la omisión de socorro, o el crimen pasional.
Este último se suele cometer, paradójicamente, por amor contra la persona amada. De tanto amar se mata.
En el otro extremo, el odio, va dirigido precisamente hacia lo contrario, aquello que no se ama y se detesta, que puede por tanto acabar mal o permanecer guardado en un cajón. Suele ser así.
Pero ¿quién ha de imponerle a un ser humano que ame poco o mucho, ni que odie tanto o menos, como tampoco que el odioso se haga de odiar o por el contrario sea merecedor de amor?
Amar u odiar, ser odiado o amado, va más allá de la imposición volitiva, es un sentimiento que brota de lo más profundo del ser, es potestad a medio camino entre el temperamento, el carácter, la personalidad y la propia naturaleza, ciega e inocente.
Legislar contra eso es hacerlo contra la realidad biográfica, biológica y natural. Es un imponerle al Hombre que no lo sea: un imposible, no siendo esclavo, y ni aun así.
No se confunda lo que digo; se cometen delitos a causa y a consecuencia de, pero el delito no será el amar u odiar, sino el resultado (un asesinato, una agresión, un secuestro, una guerra…) en el que seguro concurren otros varios elementos previos y posteriores.
En un régimen de libertades, la norma ha de distinguir y separar lo que corresponde a la moral religiosa o de conciencia, de lo que ha de ser una ética democrática, de laica de urbanidad.
Pues de otro modo será como un islam (atadura o sometimiento) donde, sin distinción, van en un mismo fardo el mandamiento religioso y la cuestión política. Es decir, cuando delito o pecado son lo mismo porque no existe diferencia de iure ni de facto entre el libro sagrado y el fuero o código civil.
Eso tiene un nombre. Se llama teocracia: forma de gobierno en que la autoridad legislativa, ejecutiva y judicial emana de Dios, y se ejerce, directa o indirectamente, por un poder político religioso, vicario del Altísimo, en manos de castas sacerdotales, nobleza, monarcas, caudillos o líderes.
Me temo que la democracia que prohíbe odiar está precisamente en ese plano, con una casta dirigente empoderada en la gracia divina, que se protege y justifica, legisla y actúa sobre cuestiones morales y de conciencia. Es su utopía fundamentalista contra nuestra libertad.