© Fernando Garrido, 16, IV, 2022
La Semana Santa de mi infancia son algunos lejanos, pero intensos, recuerdos de un niño en una céntrica calle de Toledo, cerca del claustro del gran Templo donde mi padre hablaba idiomas extranjeros.
Cuando niño, la Semana Santa eran días prometedores con vacaciones escolares en una ciudad que se prestaba como ninguna a la sentida espiritualidad piadosa de celebraciones religiosas. Iglesias, monasterios y conventos exhalaban entonces vahos de inciensos que reconvertían al vecino y al visitante en partícipes del misterio pascual.
Incomodaba, eso sí, que no se podía silbar ni tararear canción en esas vacaciones, ¡qué manía tenían algunos mayores!:
- ¡Niño calla! ¡Que se ha muerto Dios!
Y el niño contestaba:
-Pero..., si el cura dijo un día que Dios no se puede morir…
Y el niño seguía canturreando; pero hacia adentro…
Para el niño, en aquel entonces, uno de los más vívidos anuncios de la Semana Santa se hacía presente cuando desaparecía de su lugar habitual el carro repintado de titanlux azul, que mercadeaba dulces, cigarrillos de tabaco o de chocolate, que vendía las pipas tostadas de calabaza y girasol, los retorcidos regalices, los caramelos variados y un sinfín de menudencias para la chiquillería y el público en general. Ese carro de las maravillas golosas se situaba cada día bajo el arco de la alcaicería de la Calle Sinagoga; pero se mudaba en Semana Santa unos cuantos metros más allá, a la placita de Cuatro Calles. Entonces, para la ocasión, lucía festivo revestido de lienzo blanco y ofrecía un renovado género semana santero. Eran típicas las carracas de juguete y otros artilugios de plástico, los tostones a la cal, las grandes piruletas rojas y, sobre todo, aquellas pelotitas blancas de trapo atadas a una goma para no perderlas, con las que los chicos molestábamos a las chicas, lanzándoselas a amagar o a dar. Un inocente juego infantil que era -en estado embrionario- la iniciación amatoria hacia ellas; hoy seguramente incomprensible para las generaciones que han nacido con un teléfono y una consola bajo el brazo.
El periodo festivo vacacional empezaba con el Domingo de Ramos y palmas en que estrenábamos alguna cosa. Tal vez, unos pantaloncitos de tergal y zapatitos acharolados, una rebequita y un suéter o, en el peor de los casos, unos calzoncillos o unos calcetincitos de hilo. Todo bajo aquella premisa sentenciosa que rezaba: “Domingo de Ramos, quien no estrena se le caen o no tiene manos”. No sé por qué, pero esto sigue siendo superstición para muchos de nosotros, y no está de más el no tentar la suerte en estos tiempos tan desasosegantes.
Después del estreno dominical, venia una semana cargada de procesiones –no tantas como ahora-, pero todas eran novedad para el niño que no había cumplido ni diez primaveras.
De entre todas las procesiones, le tenía el niño más afición a la del Cristo Redentor con su sobria comitiva de penitentes: túnica blanca, capucha frailera de estameña oscura; una cruz de leño sobre el pecho; y en la mano, un farol con cirio en trémula combustión.
Las calles y cobertizos del recorrido, estrechos y en silencio. Las horquillas golpeando el empedrado; un campanil marcando el Vía Crucis; un tambor explícitamente destemplado abriendo paso; y en palabras solo se escucha un salmo: “Miserere mei Deus…”
Era para ese niño la noche del miércoles al jueves Santo, la más señalada de la Semana. A él, la nocturnidad y la manifestación de fe a la castellana, grave, sobria, muy seria, le imponían una inquieta expectación previa a la apoteosica aparición del Cristo saliendo por el pórtico del atrio de Santo Domingo, bajo el lapidario “DOMUS DEI” encima del escudo de la Corona de Castilla, y más abajo, sobre el dintel, un definitivo “VERE D[omi]N[u]S EST IN LOCO ISTO” (En verdad Dios está en este lugar).
El Cristo Redentor, talla del siglo XVIII de dramático y expresivísimo gesto, con cruz a cuestas y rodilla hincada a tierra en un lance de sufrimiento, impotencia y debilidad de camino al calaverario del Gólgota, para ser ejecutado.
Al niño le gustaba el Redentor porque ese Jesucristo era además vecino suyo, residente en la iglesia donde lo llevaban cada tarde de sábado a oír misa. Se acudía en familia de siete miembros, y no eran muchos más el resto de los allí reunidos frente al altar monasterial de Santo Domingo el Real, donde misaba el dominico padre Bueno. Don Manuel González Bueno*, nominalmente unamuniano, y literalmente, tal que Machado “en el buen sentido de la palabra, bueno”. Páter entrañable que, en reciproca atención, también nos visitaba en casa algunas noches para tertuliar con mis padres un rato y de paso tomar una copichuela de Marie Brizard o qué sé yo.
Hoy recuerdo también de aquellas pueriles semanas santas que al niño, sin embargo, no le gustaban aquellos altivos encapuchados de otras procesiones con capirotes puntiagudos que le angustiaban y le provocaban intranquilidad. Temía, con pavor, que alguno de esos macabros pirulís andantes con ropajes de colores contrastados y capas que se hinchaban amenazantes al viento, se le apareciese en sueños para hacerle daño…
El niño, sin saber entonces por qué, presentía en aquellas figuras -tontas de capirote- algo extraño, exótico y amenazante.
Doy hoy la razón al niño en eso. Sigo pensandolo así. El capirote –como tantas otras cosas- es un lápiz en exceso afilado, una hipérbole en la escritura escénica. Un acartonado y prescindible cucurucho del revés – enrevesado- impropio de voluntarioso nazareno por ser sombrero de reo condenado por la vieja Inquisición.
Lo pienso así. Hay demasiados elementos en las procesiones de Toledo disonantes con el auténtico gen y alma castellana. La Semana Santa aquí, desde hace décadas, ha mirado hacia otro lado, abajo, al Sur, donde la pasión tan a menudo se apasiona desbordada y se desquicia con resabios de carnestolendas.
La Semana Santa de esta noble Ciudad y centro histórico de la Nueva Castilla, ha copiado -sin necesidad- de la Novísima Castilla meridional (hoy Andalucía) un modelaje sincrético, ecléctico e híper barroco que sólo allí cobra sentido. Vestuarios y atrezos que se expresan concomitantes o al borde del espectáculo de variedades u operetas. Adornos de pastelería, formas y colores que buscan efectos chocantes, expresionistas, fauvistas… Nada de eso es esta Castilla.
Tampoco los vítores y aplausos a los pasos, ni las cosméticas barroquías de andas y carrozas filigranadas al extremo, cuajadas de barullos vegetales con flor; y sobre ello, santos vestidos con ropajes pesados con aparatosas costras de piedras preciosas e hilos de plata y oro, con añadidura de cíngulas y borlones como los que vestian cortinajes en la borbónica corte del Rey Sol.
Pero si lo peor y más insoportable para aquel sorprendido chico de ayer eran los capuchones de capirote, para el adulto crítico de hoy lo son todavía junto a todo lo dicho, y le inquietan además la presencia de figurones: ediles municipales y regionales, delegados gubernamentales y otros de similar especie desfilando altivos y petulantes, exhibiéndose sin pudor a cara -dura- descubierta en una manifestación piadosa que tiene precisamente en el anonimato la esencia del sacrificio y personal y de la penitencia.
Nada de ello hay en esos políticos que se pasean histriónicos, henchidos que no caben en el traje, cual fariseos bien pagados de sí mismos que posan, para el público y las cámaras, con fingida gravedad como si fuesen aquellos dadivosos y romanos tribunos de la plebe.
Pero en verdad que, en el relato bíblico de esta Semana Santa procesional, se me antojan en realidad las piezas que muestran el mal ejemplo: Barrabases, Gestas, Poncios Pilatos y Judas traidores.
Hoy es Domingo de Resurrección. Hermandades y hermanos, cofradías, cofrades y capellanes, piensen de aquí en adelante en resucitar el viejo espíritu de esta Castilla nuestra; des-meridionalicien, des-amaneren por favor nuestras procesiones. Y dignifíquenlas sacando fuera todo lo superfluo y, especialmente, limpien las filas de todo aquel o aquella que no guarde celosamente su identidad, que no cubra su rostro hasta hacerlo desaparecer, ni lleve descalzo pesada cruz, ni arrime el hombro al costal bajo las andas.
De ese modo desapareceran todos aquellos adictos impenitentes a las cámaras y al poder a costa de cualquier cosa, no siendo esta su ocasión.
* Nota biográfica
González Bueno, Manuel. Cangas de Narcea (Asturias), 15.XI.1925 – Villava (Navarra), 19.XII.2001. Dominico (OP), fundador de las Religiosas Dominicas de la Unidad y del Instituto Ecuménico María Madre de la Unidad.
Nació en el seno de una familia profundamente cristiana. Ayudando a su padre como peón de albañil en el convento de Corias, surgió en su interior la inquietud de ser dominico. Probada su buena capacidad intelectual, se incorporó a los estudios, y en 1945 tomó el hábito de la Orden, en el convento de San Esteban, en Salamanca, haciendo la profesión simple al año siguiente, y la profesión solemne el 6 de octubre de 1949. Ordenado sacerdote el 6 de julio de 1952, en 1954 y 1955 pasó al Angelicum de Roma para hacer el grado de doctor en Teología, volviendo a Salamanca como profesor en San Esteban y responsable de la formación de los hermanos cooperadores entre 1955 y 1963, fecha en que es asignado al convento de Santo Domingo, en Caleruega (Burgos).
A partir de 1960, tuvo una marcada orientación ecuménica, fundando el movimiento “A la Unidad por María”, que promovió eficazmente y con presencia internacional en los diversos destinos que tuvo, como Caleruega, Toledo y el santuario de Nuestra Señora de Cortes, en Alcaraz (Albacete), regentado por las Religiosas Dominicas de la Unidad por él fundadas en 1978. Pasó a México para establecer tanto el movimiento como a sus religiosas. Al quedar unas religiosas en España y otras en Querétaro (México), iba y venía constantemente, ya que sus hijas, como él las llamaba, eran lo que más le importaba. Después de diez años tuvo que retirarse a una vida más pasiva debido a la enfermedad de Parkinson que le iba agotando y pasó a la enfermería que los padres dominicos tienen en Villava (Navarra), para ser mejor atendido. Allí falleció de un edema de pulmón.
Los restos del fundador, gran amante de la Virgen, descansan en el panteón que la Orden tiene en el cementerio de Caleruega (Burgos).
Obras de ~: El Rosario por la fe, Villava, Navarra, Ope, 1968; Marchas marianas de la unidad, Villava, Navarra, Ope, 1969; Paraliturgias oficiales, Caleruela, Burgos, Centro Ecuménico A la Unidad por María, 1969; Mes de Mayo. María y la reconciliación, Toledo, Centro Ecuménico “A la unidad por María”, 1974; Las virtudes de María (inéd.).
Fuentes y bibl.: Testimonio de sor María Pueblito, religiosa dominica de la Unidad, enero de 2009; Testimonio de fray Óscar Jesús Fernández Navarro (OP), secretario de provincia, dominicos de la provincia de España, enero de 2009.
R. Martín Ribas et al., Sublime itinerario. Guía inédita religiosa, hagiográfica, histórica, artística de España, Madrid, Ramiro Martín Ribas, 2004 (2.ª ed. act.).
José Martín Brocos Fernández