TOLEDANA NOCHE DE AGUAS

F. Garrido • 28 de marzo de 2024

TOLEDANA NOCHE DE AGUAS


© Fernando Garrido, 28, III, 2024


Abriendo comitiva, la piel mojada del tambor, sometida al fúnebre compás, comunicaba a sus bordones destemplados una ahogada y profunda vibración tormentosa.

El hermano mayor golpeó dos veces con su mazo de castaño la predela. El tambor callado. Los hermanos se detuvieron, aliviados, a la orden recibida.

La lluvia estaba arreciando, pero las frailunas de recio paño les mantenía a cubierto de las incisivas agujas cristalinas que se desprendían del cielo encapotado.

Sólo podían mirar hacia abajo, viendo como el suelo empedrado iba adquiriendo una pátina acuosa, que pintaba intensos los tonos de cantos y adoquines, apenas iluminados, bajo las trémulas candelas de los faroles de mano que aquellos ocasionales encapuchados portaban.


Bajo sus pies descalzos, la humedad ponía penitente incertidumbre a su nocturno caminar con la luna oculta, pero ya menguante, de esta madrugada de marzo.

De la campana, el bronce recién pulido para la ocasión, sonó en un enervado tintineo dando señal de inicio al latino miserere.

Miserere méi, Déus, secúndum magnam misericordiam tuam: ¡Ten, Dios mío, mi bien, mi amor, misericordia de mí!

La vieja ciudad, vivía, como cada primavera, sus noches de ansión hierosolimitana, con sus calles estrechas, tortuosas y empinadas de Gólgota espiritual, castellano, sobrio, silente y melancólico que acompañaba a la imagen del lastimoso Judío coronado, caído con el peso de la romana cruz sobre el hombro al siniestro lado.

Un tremendo flash del firmamento despejó en diurna claridad la noche cerrada.

Puertas y vidrios de ventanas, colinas y entrañas se estremecieron con el trueno que descargó su latigazo sobre la densa nube que, rota, sangró un inmenso manto de agua que inundó las secas esguevas, arroyos y escorrentías de calles, adarves, callejones, plazuelas y callejas.



Un paisano abrió el pesado y noble portón de su mozárabe morada blasonada.

Apresurados, los hermanos soltaron a tierra los bastones, tomaron las andas en vuelo y traspasaron el umbral de la toledana casa, que tornaba su zaguán y bóveda artesonada en excepcional e inusitada capilla.

Un centenario azulejo mural puenteño de la Patrona mater, observaba, saludando, el inédito santo encuentro.



La nube no cesó en toda la noche. Entre estancias altas y porticadas galerías en torno al patio con impluvio y brocal antiguo, rodeado por macetones de aspidistras, los cofrades velaron pacientes hasta el amanecer al arrodillado leño barroco, cubierto de rojo terciopelo damasquinado con perlados e hilos de plata y oro.

La madrugada y lluvia tocaba a su fin. Restauraban ánimos, bajo hábitos blancos y esclavinas negras, con chocolate y mazapanes que el caballero anfitrión les ofrecía, en talaveranas tazas de porcelana y ricas bandejas de cordobán.

Después, la campana dio la señal. Se entonó a deshoras el salmo miserere de viacrucis, en honor y despedida a la providencial hospitalidad hispano-gótica.

El hermano mayor golpeo tres veces la madera. A su orden, la dieciochesca talla salía seca e indemne del santuario improvisado.

El cuero del tambor, con destemplada caja, anunciaba a la Ciudad que ya, tras la toledana noche de aguas, regresaban todos a casa descalzos con luz de un nuevo Sol de Jueves Santo.



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