UN ESQUIMAL EN LA PISCINA
UN ESQUIMAL EN LA PISCINA
© Fernando Garrido, 27, VI, 2024
Hubo un tiempo en que los esquimales sólo conocían esquimales.
Pero si alguna vez avistaran un ser que no lo fuese, era naturalmente asimilado a alguna especie o tribu de entre aquellas que, como un esquimal, caminaban a dos pies y se abrigaban con pieles de cuadrúpedos que, cazados e inertes, ya no las vestían tras ser despojados de ellas para extraer proteínico alimento de entre sus huesudos adentros.
No gratuitamente "esquimal", significa comedor de carne cruda. Aunque ellos prefieren llamarse yuits, “el pueblo auténtico”, esto es, el de los buenos.
Así, la vida esquimal transcurría fría y tranquila en el afán supremo de preservarla noche a noche, año a año según su ancestral tradición, con tan pocos cambios que las variaciones apenas se hacían sentir, quedando subsumidas bajo una rutinaria normalidad, segura e inmutable.

En Europa, en su extremo suroccidental, en el centro de esa península que dicen Ibérica, los niños sentados junto a la piscina jugaban sobre el césped a cartas de familias. La esquimal era una de esas que, como otras familias exóticas del mazo de naipes, había que completar para ganar la partida.
Aquellos chiquillos apenas conocían de veras a otro tipo de humanos que no fueran como ellos, o sea, más o menos caucásicos y de habla española.
Cada figura representaba un simpático personaje estereotipado salido de un relato de hadas antropológico y multirracial. Eran ilustraciones de caracteres líricos, bonancibles, que amalgamaban divertidos tópicos culturales, conformando la familia nuclear básica e ideal de tres generaciones convivientes.

Chinos, negroides, indios y beduinos se barajaban con panchitos o mejicanos, vikingos y tiroleses; especímenes terrícolas de rasgos perfectamente reconocibles en el inocente imaginario infantil y popular.
La realidad entonces nada importaba tanto como el juego para aquellos chiquillos que entretanto interrumpían la partida para darse un chapuzón tras devorar un bocadillo de chorizo o mortadela que, en jornada piscinera, desde luego sabía mucho más rico.

Eran niños de la generación baby boom, concepto que trasladado al “visigodo” viene a concretar unos tiempos de eclosión demográfica, que nunca más se dieron en ese rincón meridional de la antigua Europa que, envejecida hoy toda ella, se atrae para sí familias exógenas, tan diferentes al ideal platónico que sugerían los naipes creados por los herederos de un burgalés, Heraclio.
Aquella memorable baraja de las familias, que aún hoy permanece en el catálogo Fournier, fue estampada por primera vez en 1965, justo un siglo después de que Heraclio Fournier marchara de Burgos a Vascongadas, donde innovando revolucionó la industria española del naipe que, muy anteriormente, allá en la era del emperador Carlos, fuese un grande monopolio en la vieja cápita de Castilla.

Lejos han quedado también los tiempos en que los Fournier regentasen un molino en las orillas del Arlanzón a su paso por campos dedicados a Marte (marzo, morco). Molino de cereal que mediado el siglo XVIII transformaron en taller de impresión de cartas para juegos de mesa y casino. Modesta empresa familiar que continúo radicada en Burgos aún después de que Heraclio, el menor de los cuatro hermanos varones, marchara a Vitoria donde su producto y marca han trascendido mundos y generaciones.
Su hermano Braulio y descendientes continuaron fabricando naipes en Burgos hasta los años setenta de pasado siglo. Pero esa es otra historia.

Por lo demás, muchos como el que suscribe tuvimos la fortuna de venir al mundo en el mismo año que lo hicieran, en talleres gráficos alaveses, aquellos amables esquimales y demás familias que ilustran las veteranas cartas que se echaban y jugaban en días de verano, sobre la toalla en la hierba, junto a piscinas de aguas seguras, asépticas y cloradas.
